El populismo avanza: no cedamos

Pensar el populismo como una corriente política o ideología más, es perder el tiempo. Lo característico del populismo es mutar y adaptarse a las ideologías tradicionales sin ideario propio. Eso explica que haya tanto populismo de extrema izquierda, y populismo de extrema derecha parecido a un viejo nacionalismo.

La falta de utilidad de las viejas divisiones conduce a los populistas a recurrir a la oposición “los de arriba”/“los de abajo”, robada a la vieja izquierda revolucionaria, donde naturalmente “abajo” es el espacio del populismo (la gente de bien, según algunos funcionarios actuales) frente a las élites de “arriba” (los gorilas). Pero me gustaría dejar claro que es una identificación que apela a lo emocional, no clasista: no importa cuánto dinero tienes, sino cómo lo usás, o mejor aún, como decís que lo usás. Los populistas no tienen ideas, tiene relatos o consignas que conectan con las preocupaciones de la mayoría social, o eso tratan.

Tenemos que definir al populismo por sus acciones y por como avanza: el populismo es una oratoria (hechos enunciados) y una estrategia de invasión del poder. Absolutamente todos los populistas quieren ocupar el poder del modo más rápido, al menor costo y con el menor respeto posible a las reglas democráticas y sus valores básicos: No respetan a las minorías o la prevalencia de la libertad personal sobre las creencias colectivas, en base a un conjunto de falsedades baratas, que apoyan con rapidez y suenan bien. Por supuesto que la retórica populista es anti-política, la odia, la considera una pérdida de tiempo. Por eso deben apelar a metáforas grandilocuentes que eleven la emoción de los ignorantes: como “somos el pueblo”, “cuidamos a la gente”.

Estas frases se acompañan de cuantiosa “comunicación no verbal” como el reparto de abrazos efusivos, besos y caricias figuradamente francas entre miembros de la comunidad populista, reforzadas ante las cámaras de los medios de comunicación. El drama siempre les suma, lo utilizan sin miedo, pero el juego populista radica en suplantar el discurso político, si disentís te identifico con la grieta, el enfrentamiento, lo antipatria, pero en realidad los populistas son grandes hipócritas que fingen calidez, sinceridad y sentimientos elevados apuntando a las emociones típicas de las personas en pánico, tal como ocurrió este año: la gente con necesidad de protección, afecto y seguridad en un tiempo lleno de peligros. La corporación populista es una colectividad emocional, y la emoción básica que comparten o agitan los populistas es el miedo.

Miedo a las consecuencias más negativas de la globalización, como la deslocalización de empresas y la pérdida de empleos de poca cualificación, logrando que, el capitalismo parezca propio de tecnócratas ajenos a los problemas reales de gente buena, asustada y desprotegida. Apelan a un supuesto patriotismo. Un modo más elegante de describir la labia populista es precisarla como un “significante vacío” es decir, como el uso persistente de palabras vaciadas de sentido cuyo significado queda a gusto del consumidor: pueblo, democracia, patria, política, libertad, derechos, igualdad o cualquier otro vocablo significan lo que usted quiera que signifiquen para usted. Y entonces “democracia” deja de hablar de un sistema político para simbolizar el cumplimiento de un deseo, la negación de una realidad desagradable y el rezongo contra un régimen que frustra.

El maleable populismo halla su razón más profunda en que la clientela política comparte el miedo a la apertura de fronteras y la competencia económica, o dicho de otro modo más genérico, el odio a la globalización.
El discurso populista se basa en el miedo al futuro. Por eso viven del pasado y lo desfiguran como les conviene. El miedo es uno de los mecanismos emocionales más poderosos que existen, es como en una avalancha humana provocada por un incidente particular, en una masa asustada y, menos predecible. La percepción de que algo amenaza nuestra vida es una emoción sustancial para la supervivencia individual y colectiva, pero como estado emocional colectivo permanente pasa a ser una amenaza social.

La historia demuestra que las emociones juegan un papel fundamental en cualquier proceso político, y no digamos en una revolución. La creencia en que la política, la economía, lo social, es básicamente racional es errónea. El miedo a la libertad, el odio al diferente y el gozo de sentirse parte de una masa irresponsable, llámese el pueblo o la clase, constituyeron el apogeo del nacionalismo, del fascismo y del comunismo. La irrupción del populismo ha puesto de nuevo sobre la mesa está verdad que nos incomoda. Pero lo cierto es que hay una conducta extrema y reaccionaria a cualquier cambio o disenso de un orden establecido por el poder que transforma en enemigo al que piensa distinto. Y la caza de brujas no tarda en aparecer.

Podríamos hacer listado de miedos, odios y malestares de las sociedades que alimentan el populismo. Tienen, tenemos, un liderazgo político eficaz, las emociones crean estados emocionales compartidos, es decir, una sociedad emocional donde todos sienten y perciben lo mismo. Los demás son parias indeseables. Por eso utilizan el miedo, la angustia o el rechazo, mucho más que la satisfacción y la liberalidad.

Así estamos llenos de miedos: los trabajadores industriales temen perder sus empleos por la competencia de las economías capitalistas y las nuevas tecnologías; los menos calificados temen ser despedidos del mercado laboral; los jóvenes y universitarios temen que sus carreras no sirvan para obtener un empleo futuro. Y son temores justificados. Porque los políticos siguen ocupándose de una agenda propia, que deja afuera la realidad y aunque crean que metiendo miedo tienen sus bancas y sus espacios asegurados, la verdad es que esta nueva era populista no tranquiliza, alienta el miedo y la sociedad sabe que algo esconden. Hablan de que cuidan nuestra salud, nuestros ingresos, pero baja el consumo y nivel educativo, la ofensiva del miedo pierde poder y la calidad de vida baja.

No dicen la verdad porque los políticos saben que es imposible ganar elecciones diciendo cosas como que habría que recortar el gasto público, atrasar la jubilación para mantener el sistema de pensiones, o advertir del riesgo de burbujas especulativas a causa del consumo ilógico de algunos bienes. Entonces mienten, dan falsas expectativas que los hechos desmienten con fiereza y se pierde el valor de la política.

Pero la política democrática es la resolución negociada de conflictos de intereses, Estado de Derecho y buena gestión de lo público. La felicidad, y la prosperidad es cuestión del individuo si tiene asegurado la igualdad de oportunidades. Los ciudadanos debemos comenzar a madurar y elegir verdad sobre relato.

Es increíble que cualquier opinión tiene para la gente, más crédito que un hecho o un conocimiento. Es simple, populismo y negacionismo de la realidad, de los hechos, van de la mano.

Entonces quienes disentimos, padecemos el rechazo porque se rechaza y desestima todo lo que no encaje en la propia opinión y visión del mundo. Pensadores, culturas y creencias diferentes, países ricos y nuevas ideas o avances científicos caen en el mar de la sospecha, el descrédito y el rechazo activo. Hay un revoltijo de paleo izquierdistas, nostálgicos de una República fantástica, creyentes en terapias alternativas, animalistas, eco fundamentalistas, feministas radicales, tecno raros, proteccionistas económicos y un largo tendal heterogéneo amalgamado por su frustración con el sistema y su rechazo a todo lo que cuestione sus propias creencias o frene la universalización de sus aspiraciones. No quieren mediar, lo que los une emocionalmente es el dogmatismo en su propio territorio de creencias y el relativismo, no menos rígido, para juzgar las ajenas como ideas desechables.

Así, la política democrática y medios de comunicación como instituciones de mediación o representación no son consideradas auténticas. La democracia representativa es rechazada, se prefiere una asamblea popular.
Para protegerse de los efectos mortíferos de la competencia, una de las obsesiones populistas, se nivela para abajo. Del mismo modo que no hay hechos ni conocimientos, sino sólo opiniones, nadie es más que nadie porque nadie sabe más que nadie, ni hace las cosas mejor. La igualación debe hacerse bien abajo: los políticos deberían cobrar el salario mínimo, o mejor, no cobrar nada en absoluto; todos los empleos deben estar garantizados por ley o todos deben ser funcionarios, la iniciativa privada debe limitarse al máximo porque siempre implica explotación, el mercado debe regularse hasta desaparecer.

El populismo se fundamenta también en una actitud intelectual concreta: el rechazo de las explicaciones e ideas complejas y la simpatía por las simplezas. Tomando simpleza como una caricatura mala del problema real. Claro que la simpleza tiene muchas ventajas políticas; unir a personas con preferencias y creencias incoherentes no es la menor. Así, los antisistema, preocupados, jóvenes atemorizados por el empleo precario, desempleados, tradicionalistas y animalistas extremos pueden ponerse de acuerdo en torno a una simpleza bien planteada. Culpar a un grupo -el campo, los funcionarios, los empresarios, la riqueza- es una estrategia de éxito asegurado si se dispone de bocinas mediáticas adecuadas.

El populismo es contrario a la noción liberal de ciudadanía que descansa en el individuo. Es comunitario y anti individualista y, por consiguiente, antiliberal y gregario. Su concepto de “pueblo” es un agregado convertido en sujeto colectivo que sustituye a los individuos que lo forman. Pero para el populismo es consolador sentirse parte de “el pueblo” ,diría Nietzsche que el calor del establo da refugio y protección aparente frente al abandono del individuo en un mundo discrepante. El nacionalismo es populista, y los nuevos populismos conectan de forma tan fácil y natural con la mentalidad nacionalista: basta con ver el éxito de Chávez, llevándose votantes y discurso del viejo nacionalismo, pariente del relato-emocional. Entonces propician el odio, el odio desmedido, a todo lo que consideren élites para poder defender la mediocridad, o favorecer el deseo de someterse a la autoridad e hiperliderazgo sentimental de un líder carismático (Putin, por ejemplo). Pero cuidado, que se desprecian los hechos, y el desprecio de los hechos deriva en desprecio de la ciencia y de las clases educadas. Y el miedo a la competencia y a un mundo enigmático auspicia a líderes protectores (y siempre corruptos).

Es cierto que faltan y perdemos igualdad de oportunidades, pero el populismo no nos protege, por el contrario, nos obliga a pagar el precio de claudicar buena parte de la libertad personal que tanto costo lograr y además vuelve al mundo un lugar más inseguro y lleno de inequidades. Al fin de cuentas, el populismo necesita pobreza, ignorancia y fanatismo. No cedamos.

Soledad Vignolo
Escritora /Gestora Cultural
Miembro de AAGeCu
Posgrado FLACSO en Comunicación.

Educación, educación, educación.

Enseñarás a volar, pero no volarán tu vuelo…Enseñarás a soñar, pero no soñarán tu sueño… Enseñarás a vivir, pero no vivirán tu vida. Sin embargo, en cada vida, en cada vuelo, en cada sueño, perdurará siempre la huella del camino enseñado.
Teresa de Calcuta

Nuestro país se distinguió desde el principio de la pandemia por confinar a su población, dejando sus escuelas primarias, secundarias y universidades cerradas. Hoy, todo el sistema escolar se quiebra mientras en el mundo se reabre o nunca se cerró, incluso países como Suecia no recomienda el uso de mascarillas, ni las prohíbe, pero considera que con otras medidas específicas en cada establecimiento se pudo manejar bien sin cerrar escuelas.

El patio de la Escuela Normal Nacional está vacío. Así estuvieron los patios de todas nuestras escuelas, no hay mascarillas a la vista, ni personas, ni docentes, ni alumnos. Y es así en todo el país, con grandes tapabocas y sin educación, o con una que asegura mayores inequidades. ¿O pensamos que las personas humildes, que socializan en la escuela, incluso comen allí, están recibiendo educación virtual? La hipocresía es sin dudas el peor de nuestros males. Hablamos de pobres, pero creamos una pobreza de aprendizaje que afectará aún más a los sectores sociales más necesitados. Para cuando cumplen los 10 años, la mitad de los niños latinoamericanos no son capaces de leer y comprender un relato simple, entre ellos estarán los argentinos.

Las escuelas nunca debieron cerrar. Así tendríamos niños educados y sociales, sin miedos, con anticuerpos para otros males que no adquirieron encerrados. Manteniendo una distancia, lavándose las manos con frecuencia, como se hizo siempre respecto a los contagios. Pero la verdadera diferencia es que los estudiantes de Latinoamérica, en gran parte, y de argentina en su totalidad se alejaron de las aulas, de los amigos, de los amores, de la vida positiva. Podríamos haber ofrecido la virtualidad para aquellos que por principios personales no deseaban asistir, o por problemas inmunológicos, y continuar la vida educativa. Pero no, un par de sindicalistas y algunos ministros deciden la vida de los ciudadanos. ¿Y la libertad? Paulo Freire dice que La educación es libertad. Coincido, pero agrego: La libertad es nuestra, no debemos pedirla. La tomamos. Y en un mundo de escuelas cerradas, es muy difícil ser libres.

Se pueden tomar muchas medidas para evitar aglomeraciones, horarios, medios alternativos de transporte, espacios abiertos para dictar clases, pero nunca alejar a los niños de las escuelas, a los jóvenes de las universidades, a los adolescentes de sus contactos personales. Esta vida de clausura a la que nos someten, mientras los casinos e hipódromos abren, deja claro donde queda la educación para nuestro país.

La educación es la formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de las personas de acuerdo con la cultura y las normas de convivencia de la sociedad a la que pertenecen.

En este momento Argentina se quedó sin normas, y la cultura parece fluir en una sola dirección. La educación es física, mental, social y necesaria. No la rifemos más. Necesitamos escuelas y universidades activas, formando parte de aquello que atraviesa la sociedad, y la realidad es que muchos estudiantes quedaron afuera, casualmente aquellos que más lo necesitaban. Nuestro futuro solo es promisorio si comprendemos que educarnos nos libera y que los problemas se resuelven con más educación, saber hace libre, saber permite elegir, saber es primordial para crecer. Que las escuelas abran, ya se demostró el fracaso rotundo de las políticas de confinamiento en todos los ámbitos: sanitarios, económico y social. Apostar a la educación y a la educación en libertad es necesario si queremos tener un futuro. Como bien dijo Mandela: La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo.

No nos resignemos.

La vida no es más que un tejido de hábitos

Publicado

el 28 agosto, 2020

PorGrupo La Verdad

La vida no es más que un tejido de hábitos.
Henri-Frédéric Amiel

Con asiduidad oímos hablar del «Tejido social», es una noción utilizada por todos los que se relacionan con el universo de lo político social, y parece de obvia definición, tanto que muy pocos se ocupan de precisar que significa.

Este vocablo, además, tiene a veces la tarea de explicar situaciones de pobreza, violencia o inseguridad que afectan a nuestro país, y es entonces que se puede oír: «el problema es la ruptura del tejido social». Tal metáfora merece repensarse. De qué hablamos cuando nos referimos al tejido social: ¿de un tejido, una tela, de nuestra propia piel? Sin embargo, el hecho de ser social la aleja de la simpleza para transformarse en trama, una que nos estructura como sociedad.

Este tejido social está compuesto por células latientes que nos conforman socialmente: la comunidad, las instituciones educativas, políticas, culturales, religiosas y fundamentalmente, la familia. «La noción de tejido social hace referencia a la configuración de vínculos sociales e institucionales que favorecen la cohesión y la reproducción de la vida social», dicen los investigadores del tema. Agrego aquí que, en este contexto que acontece la humanidad hoy, 2020, hay una crisis grave en tres indicadores que nos ayudan a ser una malla social: los vínculos sociales, la identidad y los acuerdos.

Los vínculos son más cercanos a nosotros, hablan de la relación entre las personas en las comunidades y las familias, hoy están limitados por cuestiones sanitarias aunque sean discutibles, y no es algo menor porque estos nudos familiares y afectivos son los que nos proporcionan cuidado y confianza, y nos dan el parámetro para que como sociedad logremos construir una ética del cuidado. La identidad, imprescindible y sostén de las sociedades, tiene que ver con los referentes de sentido, con aquellos aspectos simbólicos que nos dan sentido, como los ritos, las fiestas, la cultura cívica y las historias comunes. Esto también lleva más de 160 días de interrupción en nuestro país.

Y no deberíamos subestimarlos. Como sociedad nos construimos en nuestros usos y costumbres, en los derechos culturales, en la libertad religiosa, en los encuentros que afianzan la trama que nos identifica como parte de un todo. Los acuerdos, como cierre de esta trilogía que nos teje, tienen que ver con la participación en las decisiones colectivas, con las estructuras creadas para que la comunidad participe. Y aquí es donde estamos con las carencias al tope. No hay consenso. Se perdió en una vorágine descuidada de medidas de emergencia que no alcanzaron para salvarnos de nada y que, por el contrario, nos quitaron identidad. Las transformaciones sociales que venimos padeciendo, tales como encierro, imposibilidad de trabajar, con lo que eso conlleva, incertidumbre, miseria, algunas se han dado en los últimos meses y otras que venían desde los últimos 30 años, cuanto menos, otorgan una explicación verosímil a la crisis que estamos viviendo.

La primera de ellas puede resultar paradójica, porque tiene que ver con uno de los mejores logros de nuestra historia reciente, que fue la ruptura con regímenes dictatoriales que pisaban nuestros deseos y aspiraciones de estratificarnos como una sociedad democrática. El fin de un sistema de cacicazgos con botas fue maravilloso para la sociedad, pero no fue reemplazado por un sistema superador. La democracia argentina cae una y otra vez en sus vicios, el control clientelar o formas corruptas de control y presión sobre el trabajo y la producción genuina termina teniendo efectos que se suman a la crisis pandémica de hoy. Nos quedamos sin prácticas que generen pertenencia, las instituciones modernas no sustituyeron las del pasado con gestiones transparentes que dieran cohesión y sentido.

Y hoy, estamos otra vez llenos de controles que no obedecen siempre a la lógica de una sociedad que tiene valores, que aún aspira y pretende certezas para poder ligar sus células disgregadas y cargadas de negatividad. La otra paradoja es que, la modernidad y la globalización ha posibilitado el mayor acceso de la población a bienes y servicios, mejores condiciones materiales, mayor acceso a bienes industriales, pero esto no trajo por sí mismo un mejoramiento de los vínculos comunitarios y en general del tejido social, hasta ahora. Así es que vemos como, hoy, todo ese sentido social pasa por lo global, por la conexión a distancia, por cuestiones que parecían snob o de consumo y nos están ayudando a no desfallecer. Por supuesto que no reemplazan los abrazos y las multitudes sociales aunadas en una voz. Siempre consideramos al consumo como generador de conflicto, competencia, o causante de una disminución de la convivencia en el hogar ya que sus miembros se sumergen en redes tecnológicas, sin tener la protección de la verdadera red que es la solidaria.

Hoy nos abalanzamos a la tecnología para sobrevivir.
Pretendo marcar, para repensarnos, algunos puntos de contacto entre lo deseado y lo real. A nivel de identidad comunitaria, hay una carencia de relatos comunes, de espacios de encuentro, de la pérdida de la celebración y la fiesta comunitaria. Si esto lo notamos en una ciudad como la nuestra, y ya nos resulta un problema, en las grandes ciudades urbanas con crecimiento acelerado del virus que nos aqueja, más aumento de desocupación y pobreza, es mucho más grave: las colonias en las márgenes urbanas siempre se forman por desplazados de todas partes, y crecen como hitos aislados que tienen dificultad en construir su tejido. Los vecinos son personas que no comparten su historia, ni sus luchas; vecinos que pueden encontrarse fuera de ese ámbito sin reconocerse.

No es mi intención tener una definición sobre lo que nos aqueja socialmente, sobre la reconstrucción del tejido social, pero si tratar de ahondar a tiempo en la tarea de rescate de nuestra trama. Ahora que se habla tanto del tema, producto de la pandemia, podemos aprovechar los indicadores para revisar lo que estamos haciendo, al menos en Junín, respecto a diferentes parámetros que nos hablan de la necesidad urgente de reconstruir la identidad. Para ello, y a pesar del virus, o por él, debemos favorecer la construcción de nuevos relatos, de nuevas identidades, que pueden nacer de luchas comunes: por los parques, por el transporte, la seguridad, la lucha por espacios de trabajo, la recuperación y cuidado de espacios naturales, la re-vinculación con la tierra, el libre tránsito, la soberanía ciudadana.

No significa ignorar la pandemia, al contrario, hay que incorporarla a nuestras vidas para cuidarnos, con los procedimientos necesarios, pero no podemos perder nuestros referentes identitarios comunes, que no tienen por qué ser de culto o de fiesta, podemos buscar otras formas, ante la situación sanitaria, de festejar la vida: a través del arte, del deporte, y de las idiosincrasias propias de nuestra cultura.

Si hablamos de los vínculos, tenemos que prestar una atención especial a la movilidad. Algo rescato de esta cuarentena obligada y excesiva: las familias no deberían perder tantas horas por asistir a la escuela o el trabajo, y eso requiere reformas de gran escala en la planeación social, en lo referente a urbanismo y a educación. Pensemos, transformemos nuestro futuro.

Mientras tanto, veamos como cambiar los problemas estructurales en las ciudades y concentremos nuestros esfuerzos en los niños y jóvenes que perdieron en pocos meses la espontaneidad del contacto y la relación entre sus pares. Las nuevas tecnologías son un riesgo, y debemos estar atentos, pero también una oportunidad para tejer nuevos vínculos vecinales para el futuro: en torno a la seguridad, a grupos de autoayuda, a la recuperación de espacios naturales, a proyectos interprovinciales o internacionales en red.

Por último y tal vez lo más acuciante y difícil, hablemos de acuerdos. Sin dudas, nuestro sistema representativo, constituido por partidos políticos anquilosados ha contribuido a la ruptura del tejido social, pero no podemos prescindir de los partidos políticos ni de las formas de elección democráticas. Lo que podemos hacer, partiendo de auto diagnósticos comunitarios, con trabajos de campo, como ciudadanos, es crear agendas políticas necesarias. No vamos a reconstruir el tejido social repartiendo frazadas, alimentos o leche y mucho menos distribuyendo recursos en épocas electorales. Hay que apostar a la organización comunitaria y asistir, de ser necesario, las necesidades sentidas y priorizadas por la misma comunidad. Y aquí el fomentismo tiene un rol trascendental.

El de insistir y obligar al Estado y a los partidos a respetar las formas de representación comunitaria, sin utilizarlas con fines electorales para proyectar sistemas de planeamiento basados en la realidad social.

La pandemia nos puso cara a cara con nuestras miserias. La cuarentena descosió totalmente el tejido social. No sirve remendarlo. Hay que tejer nuevas formas de relación, y lo debemos hacer hoy mismo, a partir de los nuevos modelos que la sociedad va adoptando en una vida en constante cambio. De nosotros depende aprovechar como comunidad la crisis. No dejemos en mano de nadie el futuro de nuestros hijos. Construyamos de a poco, un crochet cerrado que nos contenga en los nuevos desafíos.

La cultura de la razón y la mediación

Decidimos entonces tener una certeza: después de esto, el mundo no será igual.

En tiempos de pandemia todo se asemeja. Las semanas pasan volando y con ellas vuelan las certidumbres arraigadas. El virus reaparece en los lugares del mundo que creían haberlo superado. Los virus no pasan, esa es la cuestión.

Decidimos entonces tener una certeza: después de esto, el mundo no será igual. Pero ese futuro va a depender de las acciones del presente. No hay dioses que decidan por nosotros, como vemos, nada está escrito.

Y aquellos que creemos en la ciencia, vemos que es a partir del conocimiento y de la acción, que podremos modificar las cuestiones actuales para acercarnos a un futuro deseado. Pero claro, nada es para siempre.

Polanyi dice que en los últimos 50 años pasamos ‘De la gran transformación a la gran financierización’, pero olvida que hay también un pasaje de la modernidad de los grandes relatos a una posmodernidad que fluye, que deja atrás lo sólido, los mandatos de las grandes instituciones, donde el sujeto no es colectivo sino individual, esa “modernidad líquida” como la define Bauman, una corriente cultural que resalta al individuo, su subjetividad y su libertad emancipada de lo grupal.

Es fácil demonizar como neoliberal esa cuestión cultural individualista que poseemos, pero también es dejar de hacernos cargo de la desigualdad e indiferencia; la obsolescencia, la diferenciación y el narcisismo.

Tenemos que cuidarnos de los relatos ajenos, que afectan el sentido común. ¿Por qué estaría mal el mérito, la aspiración, el sacrificio y el deseo de un “país normal”?, tal vez el error es creer que eso puede lograrse sin lo comunitario. Y ahí caen todas las corrientes ideológicas. Ese híper, está hoy presente en ambos lados de una grieta que solo conviene a pocos.

El mérito propio y la solidaridad no son enemigos. Los valores morales no son sólo signos ególatras. A través de los valores, uno puede entrar a relacionar con la comunidad, sin caer en discursos vacíos que alejan la posibilidad de unión a través de la cultura. Los símbolos sociales y culturales son necesarios, pero deben ser verdaderos, para que no fragmenten el tejido social.

En el mundo de hoy hablamos todo el tiempo de consumo, pero no hablamos de qué consumimos. Y eso atraviesa la cultura y su problematización en todo el abanico ideológico. ¿Qué consumimos aquellos que decimos ser de una izquierda social, y los liberales? Sincerar los discursos en esta liquidez social que el virus desvanece, es menester. Los estatismos demostraron no poder resolver el golpe del coronavirus, tampoco el extremo individualismo. Ahora ambos, están amenazados y a su vez amenazan con necesitar de aquello mismo que anteriormente cuestionaban.

La política es razón y mediación. El individuo es productor de sí y es guardián de la acción pública, porque el estado somos todos. No es un resguardo creado por un lado de la grieta. Las políticas de estado son las que nos están faltando. Y no se consiguen con soberbia o con divisiones, se logran con consenso, con madurez, con todo el arco ideológico político trabajando en forma mancomunada.

Uno de los temas más debatidos respecto de los efectos de la pandemia se vincula con la conciencia de finitud, de la muerte, de la fragilidad que portamos. La decisión para tomar es si nos encerramos, en un concepto nacionalista obsoleto o si volvemos a encontrarnos como especie humana diversa y enriquecida por múltiples miradas.

La crisis del coronavirus trastoca el tiempo, pero también la reconfiguración del espacio. La pandemia, cualquier pandemia, es una experiencia muy territorial, pero debemos pensar que respuesta damos a esto como sociedad. Nos lavamos las manos o nos hacemos cargo. Somos seres finitos.
Hoy formamos parte de una sociedad en transición -en el sentido de Gramsci- donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo tarda en nacer.

En esta transición de la subjetividad individualista, ha decrecido la importancia de la apariencia, se diluye la inmediatez. Los tiempos van cambiando. Aparece como necesaria la paciencia para soportar la cuarentena, pero, tal vez, se requiera de una paciencia activa, porque considerar que solo guardándose se puede esperar, aguantar y llegar a la normalidad, puede ser exasperante.

Se requiere un sentido para afrontar los miedos cotidianos, la desaparición de las rutinas, el subsistir, aprender algo y ayudar, pero no todos pueden. Y entonces ese discurso pseudo social se desarma porque lo colectivo no alcanza, no llega a todos. Por eso digo que el estado no es un ente ajeno. Somos nosotros, aquellos individuos aspiracionales y tildados de muchas maneras los que con impuestos sostenemos el aparato estado para que dé respuestas en situaciones como ésta. ¿Las da en forma adecuada? ¿Hay justicia en las acciones del estado?

Siento que se va produciendo un quiebre con el sentido común anterior y en la cultura. La pandemia y el aislamiento forzado y protocolizado ha agudizado tendencias que ya estaban presentes antes de la aparición del Covid-19. La cuestión es que las respuestas dependerán de la reserva moral de nuestra sociedad, tal vez estemos ante una transición no solo de la subjetividad del modelo cultural, sino también con un cambio donde lo comunal adquiera un nuevo sentido que no desprecie el mérito, o lo individual, sino que a partir del mutuo apoyo y del esfuerzo personal construyamos sociedades más justas.

Hay una lucha cultural y política que deberemos llevar adelante en la pospandemia si queremos volver mejores. Y creo que debe redefinirse el rol del Estado. Comprender que Estado no es gobierno, que Estado es políticas a futuro, reservas a futuro, proyectos y crecimiento, de lo contrario, se transforma en un elemento de uso y abuso de los gobiernos de turno.

Como sociedad debemos mirarnos sin tapujos, y reconocer que las políticas todas, de cualquier abanico ideológico, desde la izquierda al mal llamado neoliberalismo, solo acrecentaron la desigualdad en los últimos cuarenta años. La corrupción y el desfalco a lo público fue moneda corriente, pero no llegan al poder agentes externos sino actores sociales, que forman parte de una moral colectiva que se viene deformando abarcada en discursos colectivistas pero vacíos que abusan de la ignorancia de gran parte de nuestra sociedad.

Ya no es cuestión de partidos, es de actitud. ¿Vamos a ser justos y fraternos? ¿O vamos a caer en la terrible inequidad de la sociedad actual donde es lo mismo ser ladrón que honesto, trabajador que vago, como un cambalache posmoderno y sin moral?

Esa nueva conciencia es necesaria, para que la solidaridad no sea una fake news. Más allá de la pandemia y de sus secuelas de miedo y cuarentena, los ciudadanos de a pie tienen la oportunidad de darse cuenta de que son más que los políticos y los gobiernos, que pueden transformarse en una fuerza social e imponer su voluntad al mundo que viene.

Nuevas rutas pueden abrirse, porque estos escenarios complejos y con nuevas incertidumbres, tan evidentes en la pandemia, no desaparecerán cuando esta concluya, forman parte ahora del mundo actual, pero no serán rutas que pasen solo por el Estado, el compromiso individual es decisivo para crear una sociedad donde la cuota de subjetividad sea la necesaria, sin ampulosas definiciones de izquierda ni de derecha, sino orientada a la búsqueda de un bien común, donde se utilicen los mejores recursos y los más sustentables, porque la desigualdad que va a dejar la cuarentena, es mucho más terrible que la pandemia, y nos va a sumir en un proceso de pobreza difícil de remontar.

Y no lo va a remontar un Estado omnipresente, por el contrario, el estado solo debe definir políticas a futuro, con eficacia y disminuyendo su estructura elefantiásica para poder crecer como sociedad, lo va a remontar una ciudadanía comprometida. Argentina debe cambiar su mirada, apoyar la creación de empleo genuino, el fortalecimiento de las industrias, el crecimiento de la producción, la generación de riqueza debe ser aplaudida, porque crea empleos, condiciones dignas, debemos volver a la cultura del trabajo, a la de los que forjaron este país. Sin temor de decirlo. El esfuerzo no es lo mismo que el asistencialismo. Llena el alma, crea conciencia, sentido y valor.

Un país que castiga el crecimiento está condenado al fracaso. Pero los argentinos no somos así. Debemos abrazarnos y ayudarnos a crecer, de pie, como hermanos, unidos por un fin de grandeza para nuestros hijos, que son los de todos y cada uno de los ciudadanos. El cambio es cultural, y es posible.

(*) Escritora/Gestora Cultural
Miembro de AAGeCu

Diario de Cuarentena

Una docena de noches, o de días, en otro hemisferio. Una docena de razones para que me tome esta cerveza que ni siquiera me gusta y escriba. No quiero estar acá, entre mis propios olores, veinticuatro por siete. Me gusta codearme con lo diferente, gente diferente, pensamientos diversos, siento que en el intercambio con el otro, aprendo, crezco, soy.

Harta de las series y de cuestiones comunes para mí, como leer a diario autores maravillosos, les cuento que estoy leyendo a Betina González y a Kerouac, a Gabriela Cabezón Cámara y a Federico Andahazi. así de variado, junto a algo de Chéjov y Cheever. Lo comento con el afán de seguir mostrando que los opuestos me atraen. No me dan miedos las mezclas. Bueno, en ese hastío decidí publicar en mi muro de Facebook que no me gusta la cuarentena. A pesar del diario.

¡Mierda! parece que soy sacrílega. Recibí una catarata de consejos alucinantes. Me comentaron desde amigos que adoro a desconocidos que me importan un pito. Desde familia a enemigos. Los consejos que me dieron fueron variados. Que estudie, que me calle, que me quede en casa (si no puedo salir o me multan) que no critique al gobierno, que los capitalistas, que que que que.

En definitiva, el diario es mucho más saludable. SI no son anti capitalistas , anti patriarcado, anti todo, no se les ocurra opinar en esa plataforma. Desde un ángulo distinto, fue divertido pasar una hora leyendo cuestiones concienzudas que respondían a una pequeña interpelación. Y me hizo comprender por qué mi pareja ya no intenta cuestionarme. Gracias por la terapia.

En otro orden de cosas, hay más contagiados que ayer pero parece que vamos bien, otros dicen que nos vamos a contagiar todos hagamos lo que hagamos, y la garganta duele y ahora tengo resfriado. Le tomo la fiebre a todos y de paso también les tomo la presión. Estoy pensando en cobrar, porque como soy independiente pero tengo auto y casa, no califico para la ayuda estatal y no se cómo voy a vivir., pero a quien le importa.

Quiero dejar constancia que si no me agarra coronavirus, voy a hacer un juicio al estado por reclusión insalubre. Y ahora mientras apuro mi IPA, voy a preparar una torta de naranja lima.

Una plaza virtual

Una plaza virtual, donde tal vez nos encontremos de una vez y para siempre los habitantes de este mundo, parece gestarse en esta suerte de paranoia amorosa y altruista que nos envuelve. Un virus corona, ha vuelto nuestros corazones empáticos, sin grietas y deseosos del bien del prójimo.

Esta distopía que vivimos como exótica, ya ha ocurrido, ya hemos tenido pestes, tragedias que nos aunaron y enfermedades sin distinción de clases. ¿Qué la hace diferente? Sin dudas la globalización informática. Entonces nuestros móviles reciben miles de consejos por día, la tv nos bombardea y nos aturde, los banners parecen puñaladas y la salud, que depende en gran parte de nuestra armonía y bienestar, se quiebra. Precisamente con los miedos propios, a veces se puede, pero afrontamos miedos globales. Miedos racionales y de los otros, entonces comenzamos a pensar: han parado el mundo, ¿nos cuentan todo? Y así en una ágora apocalíptica estamos metidos dentro de la misma cuestión existencial de siempre. ¿Qué es valioso en esta vida?

Entristece notar que nuestros pares no nos cuidan, pero no es una novedad. Tal vez es hora de reflexionar en serio, de pensar con criterio familiar la elección de los gobiernos y de entender que somos humanos. Falibles, endebles, que llegamos con una vida y su propia muerte a esta realidad, y que podemos mejorarla, transparentarla, emocionarla; para transformarnos a partir de esta crisis mundial en mejores habitantes. Ciudadanos con valores, que cuiden la naturaleza, que respeten la producción, que comprendan el trabajo de otros, que dejen las mezquindades en los bolsillos y los llenen de amor, para poder soportar los embates de un afuera aparente. Porque estas realidades paralelas que parecemos vivir, las creamos nosotros, con actos mezquinos, intereses burdos, voluntades quebradas por el dinero.

Entonces propongo dejar de lado frases hechas, palabras grandilocuentes, usos políticos baratos y comprender que desde la responsabilidad, la empatía y la idoneidad es posible el cambio. No importa el partido que lo que contenga, importa quién es, si sabe lo que hace, si aspira al bien común, si lo sostiene con sus actos.

Estamos repletos de lindos discursos, pero la plaza virtual que creamos ante el pánico a la enfermedad, nos demuestra que aún no somos humanos listos para salir a jugar. Ni en Argentina ni en el mundo. Y que los que están mejor son aquellos que no temen a las normas, que son capaces de comprender que no está todo bien y que los derechos conllevan obligaciones.

Cuidemos nuestra vida más allá de este virus, que si somos inteligentes puede servirnos para tomar conciencia de lo que significa el bien común. Y cuando las plazas vuelvan a ser seguras, las protejamos, no las destrocemos. Si las escuelas abren, no enviemos a nuestros hijos enfermos. Si un docente tiene fiebre, no importe el presentismo. Si no sos idóneo no aceptes el trabajo, si daña la tierra, no siembres lo mismo, si te duele el otro, si empezás a enterarte que todos somos el otro, este corona tendrá sentido.

Propongo convertir nuestra plaza virtual en música, libros, cuadros, cualquier manifestación de arte, porque ya existen números para las preguntas médicas. Cada uno a lo suyo, comprendiendo y respetando el espacio del otro, que podemos ser nosotros, si lo deseamos.

OPINIÓN: Cambios y contrastes

Desde el 1 al 24 de diciembre los cristianos nos hallamos en tiempo de adviento. ¿Pero que es el adviento? Etimológicamente, la palabra Adviento es de origen latín “adventum” que significa “llegada” y se supone que es tiempo dedicado a la reflexión, penitencia y oración como preparación para recibir al Señor Jesucristo. Pero para nosotros, los transeúntes comunes de la vida, el adviento puede transformarse en un tiempo interesante. Un tiempo que nos interpele, proponiendo cambios y contrastes que discutan paradigmas y principios.
¿Somos lo que decimos ser? Realmente en el día a día nos vamos ahuecando en otras pieles y si nos tomamos el tiempo para reflexionar, tal vez no reconozcamos nuestra esencia en la persona con la que caminamos la vida. Es una cuestión atractiva repensarnos. Porque en la resignificación individual reside sin duda, el cambio social. Ese que tan a menudo planteamos como una necesidad imprescindible y con el que tan poco nos comprometemos.
Pedimos justicia, pero ¿somos justos? ¿O sólo queremos justicia unilateral? ¿Tratamos en forma justa a los que amamos como a los demás? ¿Nos tratamos con justicia? Gritamos por la igualdad de derechos, sin embargo, es muy probable que en el día a día no veamos las inequidades que nos rodean. O terminemos discriminando a otro por diversas razones, raza, altura, peso, edad, género, no importa qué. Añoramos honradez en los otros. ¿Y la nuestra? El ego generalmente nos obnubila de tal forma que dejamos pasar amores, familia, oportunidades únicas y cambios solo por él. Exigimos igualdad, ¿por qué? ¡Es tan valiosa la diversidad!
Tiempo de adviento, tiempo de cambios, de espera, de propuestas, pero esta vez, hazlas con el dedo apuntándote. Y entonces, entre vos y yo, es decir uno con el otro, tal vez comencemos a crear el mundo que hace siglos proclamamos como humanidad, y del que nos alejamos día a día por no vernos en espejo. Sin vos no existo, sin mí, no existís. Somos ese otro social que nos refleja. Por eso te invito, seas o no cristiano, a pensar con el alma abierta, con los brazos abiertos, con el corazón latiendo en pos de una sociedad que nos cobije y nos devuelva el reflejo solidario de un mundo mejor.
Construyamos juntos la realidad que deseamos, no es cuestión de pedir, sino de hacer.