Pensar el populismo como una corriente política o ideología más, es perder el tiempo. Lo característico del populismo es mutar y adaptarse a las ideologías tradicionales sin ideario propio. Eso explica que haya tanto populismo de extrema izquierda, y populismo de extrema derecha parecido a un viejo nacionalismo.
La falta de utilidad de las viejas divisiones conduce a los populistas a recurrir a la oposición “los de arriba”/“los de abajo”, robada a la vieja izquierda revolucionaria, donde naturalmente “abajo” es el espacio del populismo (la gente de bien, según algunos funcionarios actuales) frente a las élites de “arriba” (los gorilas). Pero me gustaría dejar claro que es una identificación que apela a lo emocional, no clasista: no importa cuánto dinero tienes, sino cómo lo usás, o mejor aún, como decís que lo usás. Los populistas no tienen ideas, tiene relatos o consignas que conectan con las preocupaciones de la mayoría social, o eso tratan.
Tenemos que definir al populismo por sus acciones y por como avanza: el populismo es una oratoria (hechos enunciados) y una estrategia de invasión del poder. Absolutamente todos los populistas quieren ocupar el poder del modo más rápido, al menor costo y con el menor respeto posible a las reglas democráticas y sus valores básicos: No respetan a las minorías o la prevalencia de la libertad personal sobre las creencias colectivas, en base a un conjunto de falsedades baratas, que apoyan con rapidez y suenan bien. Por supuesto que la retórica populista es anti-política, la odia, la considera una pérdida de tiempo. Por eso deben apelar a metáforas grandilocuentes que eleven la emoción de los ignorantes: como “somos el pueblo”, “cuidamos a la gente”.
Estas frases se acompañan de cuantiosa “comunicación no verbal” como el reparto de abrazos efusivos, besos y caricias figuradamente francas entre miembros de la comunidad populista, reforzadas ante las cámaras de los medios de comunicación. El drama siempre les suma, lo utilizan sin miedo, pero el juego populista radica en suplantar el discurso político, si disentís te identifico con la grieta, el enfrentamiento, lo antipatria, pero en realidad los populistas son grandes hipócritas que fingen calidez, sinceridad y sentimientos elevados apuntando a las emociones típicas de las personas en pánico, tal como ocurrió este año: la gente con necesidad de protección, afecto y seguridad en un tiempo lleno de peligros. La corporación populista es una colectividad emocional, y la emoción básica que comparten o agitan los populistas es el miedo.
Miedo a las consecuencias más negativas de la globalización, como la deslocalización de empresas y la pérdida de empleos de poca cualificación, logrando que, el capitalismo parezca propio de tecnócratas ajenos a los problemas reales de gente buena, asustada y desprotegida. Apelan a un supuesto patriotismo. Un modo más elegante de describir la labia populista es precisarla como un “significante vacío” es decir, como el uso persistente de palabras vaciadas de sentido cuyo significado queda a gusto del consumidor: pueblo, democracia, patria, política, libertad, derechos, igualdad o cualquier otro vocablo significan lo que usted quiera que signifiquen para usted. Y entonces “democracia” deja de hablar de un sistema político para simbolizar el cumplimiento de un deseo, la negación de una realidad desagradable y el rezongo contra un régimen que frustra.
El maleable populismo halla su razón más profunda en que la clientela política comparte el miedo a la apertura de fronteras y la competencia económica, o dicho de otro modo más genérico, el odio a la globalización.
El discurso populista se basa en el miedo al futuro. Por eso viven del pasado y lo desfiguran como les conviene. El miedo es uno de los mecanismos emocionales más poderosos que existen, es como en una avalancha humana provocada por un incidente particular, en una masa asustada y, menos predecible. La percepción de que algo amenaza nuestra vida es una emoción sustancial para la supervivencia individual y colectiva, pero como estado emocional colectivo permanente pasa a ser una amenaza social.
La historia demuestra que las emociones juegan un papel fundamental en cualquier proceso político, y no digamos en una revolución. La creencia en que la política, la economía, lo social, es básicamente racional es errónea. El miedo a la libertad, el odio al diferente y el gozo de sentirse parte de una masa irresponsable, llámese el pueblo o la clase, constituyeron el apogeo del nacionalismo, del fascismo y del comunismo. La irrupción del populismo ha puesto de nuevo sobre la mesa está verdad que nos incomoda. Pero lo cierto es que hay una conducta extrema y reaccionaria a cualquier cambio o disenso de un orden establecido por el poder que transforma en enemigo al que piensa distinto. Y la caza de brujas no tarda en aparecer.
Podríamos hacer listado de miedos, odios y malestares de las sociedades que alimentan el populismo. Tienen, tenemos, un liderazgo político eficaz, las emociones crean estados emocionales compartidos, es decir, una sociedad emocional donde todos sienten y perciben lo mismo. Los demás son parias indeseables. Por eso utilizan el miedo, la angustia o el rechazo, mucho más que la satisfacción y la liberalidad.
Así estamos llenos de miedos: los trabajadores industriales temen perder sus empleos por la competencia de las economías capitalistas y las nuevas tecnologías; los menos calificados temen ser despedidos del mercado laboral; los jóvenes y universitarios temen que sus carreras no sirvan para obtener un empleo futuro. Y son temores justificados. Porque los políticos siguen ocupándose de una agenda propia, que deja afuera la realidad y aunque crean que metiendo miedo tienen sus bancas y sus espacios asegurados, la verdad es que esta nueva era populista no tranquiliza, alienta el miedo y la sociedad sabe que algo esconden. Hablan de que cuidan nuestra salud, nuestros ingresos, pero baja el consumo y nivel educativo, la ofensiva del miedo pierde poder y la calidad de vida baja.
No dicen la verdad porque los políticos saben que es imposible ganar elecciones diciendo cosas como que habría que recortar el gasto público, atrasar la jubilación para mantener el sistema de pensiones, o advertir del riesgo de burbujas especulativas a causa del consumo ilógico de algunos bienes. Entonces mienten, dan falsas expectativas que los hechos desmienten con fiereza y se pierde el valor de la política.
Pero la política democrática es la resolución negociada de conflictos de intereses, Estado de Derecho y buena gestión de lo público. La felicidad, y la prosperidad es cuestión del individuo si tiene asegurado la igualdad de oportunidades. Los ciudadanos debemos comenzar a madurar y elegir verdad sobre relato.
Es increíble que cualquier opinión tiene para la gente, más crédito que un hecho o un conocimiento. Es simple, populismo y negacionismo de la realidad, de los hechos, van de la mano.
Entonces quienes disentimos, padecemos el rechazo porque se rechaza y desestima todo lo que no encaje en la propia opinión y visión del mundo. Pensadores, culturas y creencias diferentes, países ricos y nuevas ideas o avances científicos caen en el mar de la sospecha, el descrédito y el rechazo activo. Hay un revoltijo de paleo izquierdistas, nostálgicos de una República fantástica, creyentes en terapias alternativas, animalistas, eco fundamentalistas, feministas radicales, tecno raros, proteccionistas económicos y un largo tendal heterogéneo amalgamado por su frustración con el sistema y su rechazo a todo lo que cuestione sus propias creencias o frene la universalización de sus aspiraciones. No quieren mediar, lo que los une emocionalmente es el dogmatismo en su propio territorio de creencias y el relativismo, no menos rígido, para juzgar las ajenas como ideas desechables.
Así, la política democrática y medios de comunicación como instituciones de mediación o representación no son consideradas auténticas. La democracia representativa es rechazada, se prefiere una asamblea popular.
Para protegerse de los efectos mortíferos de la competencia, una de las obsesiones populistas, se nivela para abajo. Del mismo modo que no hay hechos ni conocimientos, sino sólo opiniones, nadie es más que nadie porque nadie sabe más que nadie, ni hace las cosas mejor. La igualación debe hacerse bien abajo: los políticos deberían cobrar el salario mínimo, o mejor, no cobrar nada en absoluto; todos los empleos deben estar garantizados por ley o todos deben ser funcionarios, la iniciativa privada debe limitarse al máximo porque siempre implica explotación, el mercado debe regularse hasta desaparecer.
El populismo se fundamenta también en una actitud intelectual concreta: el rechazo de las explicaciones e ideas complejas y la simpatía por las simplezas. Tomando simpleza como una caricatura mala del problema real. Claro que la simpleza tiene muchas ventajas políticas; unir a personas con preferencias y creencias incoherentes no es la menor. Así, los antisistema, preocupados, jóvenes atemorizados por el empleo precario, desempleados, tradicionalistas y animalistas extremos pueden ponerse de acuerdo en torno a una simpleza bien planteada. Culpar a un grupo -el campo, los funcionarios, los empresarios, la riqueza- es una estrategia de éxito asegurado si se dispone de bocinas mediáticas adecuadas.
El populismo es contrario a la noción liberal de ciudadanía que descansa en el individuo. Es comunitario y anti individualista y, por consiguiente, antiliberal y gregario. Su concepto de “pueblo” es un agregado convertido en sujeto colectivo que sustituye a los individuos que lo forman. Pero para el populismo es consolador sentirse parte de “el pueblo” ,diría Nietzsche que el calor del establo da refugio y protección aparente frente al abandono del individuo en un mundo discrepante. El nacionalismo es populista, y los nuevos populismos conectan de forma tan fácil y natural con la mentalidad nacionalista: basta con ver el éxito de Chávez, llevándose votantes y discurso del viejo nacionalismo, pariente del relato-emocional. Entonces propician el odio, el odio desmedido, a todo lo que consideren élites para poder defender la mediocridad, o favorecer el deseo de someterse a la autoridad e hiperliderazgo sentimental de un líder carismático (Putin, por ejemplo). Pero cuidado, que se desprecian los hechos, y el desprecio de los hechos deriva en desprecio de la ciencia y de las clases educadas. Y el miedo a la competencia y a un mundo enigmático auspicia a líderes protectores (y siempre corruptos).
Es cierto que faltan y perdemos igualdad de oportunidades, pero el populismo no nos protege, por el contrario, nos obliga a pagar el precio de claudicar buena parte de la libertad personal que tanto costo lograr y además vuelve al mundo un lugar más inseguro y lleno de inequidades. Al fin de cuentas, el populismo necesita pobreza, ignorancia y fanatismo. No cedamos.
Soledad Vignolo
Escritora /Gestora Cultural
Miembro de AAGeCu
Posgrado FLACSO en Comunicación.