Revista Extrañas Noches / Ritual Propio

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Ritual propio

Me gusta olerme después de amamantar, esnifarme con la cara pegada al pecho como una perra en celo. A veces, cuando la última gota está por caer la seco con la mano y lamo mi palma; otras, aspiro profundo para alcanzar el deseo que ser comida me provoca. Mi pecho seco huele a sexo, a leche cortada, a pezón muerto. Aunque de vez en cuando Elena lo muerde hasta herirlo, entonces la sangre une su aroma intermitente y se vuelve costra hedienta. Ahí se exhibe un otro, que soy yo, pero que disfruta de arrancarla, de volverla dolor esencial, fragancia primigenia. Sangre y leche.

No le cuento a Luis estas ansias, ni los vahos que consigo con la manta de la beba tapando mi pecho para olfatearme.

¿Está segura de que no se vuelve obsesivo?, pregunta mi terapeuta. Y sin tapujo le respondo que no y que no me importa. Entonces revuelve su cuerpo en el sillón, mientras aclara que el tema es no agregar sustancias y hedores a eso que llamo ritual propio. Me deja con ideas flamantes, esos anónimos olores posibles que pude perder. Yo no lo había pensado. Pero ahora que lo dijo, claro que sí, debo estar desperdiciando un montón de aromas. Entonces los enumero: mi piel transpirada, el perfume de la manta, el dejo de la beba en mi mama, el ambiente que huele a veces a sahumerio y otras a comida, el vómito de Elena cuando se adhiere a su ropa, la mezcla de mi piel con la suya, ese almizcle de sus jugos nuevos. ¿Cuántos olores caen sobre mí a diario? Sin embargo, a ella le respondo que no me obsesiono, así la dejo en calma.

Salgo, camino y me apabullo porque no huelo nada interesante, y eso que abundan sitios olientes y llenos de posibles aspiraciones. Sin embargo, mi olfato se desentiende de todo en las diez cuadras que separan la terapeuta de mi vida. Desde el ascensor escucho el llanto de Elena, me apuro agitada y la saco de los brazos de Luis de un tirón. Entro a su cuarto y cierro la puerta con doble llave. Él no cuestiona, apesta a miedo cuando se trata de nuestra hija.

Me siento en la cama, saco la teta y Elena se abalanza sobre ella para consumirme, huelo su saliva cortada, la audacia de sus dientes de cachorro voraz. Y me gusta, me gusta esta hija poderosa, capaz de lastimarme para saciarse. La cubro con la manta, me meto debajo hasta que mi pera toca mi pecho y quedamos así: cara, teta, leche, sangre, cara de hija. La aspiro completa y mía.

Puedo reconocer el aroma a grasa en su cuero cabelludo naciente, el pequeño hedor a sangre tibia de mi pezón agrietado la excita, hambre de mi hambre, hembra mía, y también me provoca. Olfateo entonces más cerca. Un dejo rancio en el aire amanece con su eructo. El provecho hiede mal, pienso. Ella muerde más fuerte y el chorro de leche se vuelca en su boca, lo husmeo, aunque mantengo mis ojos vedados. Me chupo yo también, incómoda y casi doblada en dos. La manta es el paraguas que nos deja vivir ese momento, sexo, voracidad impune y una maniquea forma de relacionarnos. Ella también me olfatea y brama. No le gusto, solo me usa. Lo sabemos.

Es una danza en la que nos besamos, nos lamemos, nos mordemos y nos volvemos una. Olemos a vida vertida. Y cada mamada, vamos más allá. Ella responde a todos mis estímulos y no puedo pararla. No quiero. Sé que un día nos iremos desarmando sudorosas y olientes. Inspiro, toso. Inspira, escupe. Trago su flema para volverme madre, mientras insisto en oler mi leche sanguinolenta hasta que la sacia.

Se calma y descansa, levanto la frazada. La acuesto, cubro mi mama herida. Abrocho mi blusa, me seco la frente y la boca, carraspeo, dejo el apetito a un costado, le sonrío, y cuando volvemos en nosotras, madre e hija satisfechas, recién ahí, me acerco a destrabar la puerta.

Autora: Soledad Vignolo

Escritora y Gestora cultural UNDMDP. Diplomada en Teoría y producción literaria, SADE y Posgrado

FLACSO en Comunicación y Gestión Cultural. Actualmente cursando máster en Gestión cultural en

Universidad de Córdoba.

Autora de Una más una, la novela Sandalias Santas, amor y cerezos; y Ángulos, publicada en antologías

españolas, argentinas y mexicanas.

Premio Ugarit de cultura. Presento libros en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2011/2015/2016/2017 y Feria Internacional del Libro de Miami 2018. Directora Feria del Libro de Junín, 2019. Miembro del Grupo Literario La Piara. Participó de talleres con Betina González, Luis Mey, Agustina Bazterrica, Anahí Flores, Agustina Caride, Cynthia Matayoshi y Giovanna Rivero. No me cuentes que sos feliz es una de las novelas inéditas surgidas en pandemia, y participó del Premio Clarín

de Novela 2021. Dicta talleres de poesía y escritura creativa en la Universidad del Noroeste de Buenos

Aires UNNOBA desde 2017. Forma parte de diversos grupos poéticos que practican el slam y el yak. Dicta capacitaciones y talleres en las ESB y es ponente en el programa ENCENDER del Ministerio de Educación. El mar y el campo son sus centros de gravedad y a pesar de ellos, la vida la sigue dando vuelta, por eso escribe, para poder estar de pie. Mención y publicación en antología 2021 IX Concurso Osvaldo Soriano con el relato Ritual Propio, Mención especial en el Concurso del Banco Superville 2022, finalista en concurso de cuentos con publicación en antología editorial Letra de Kmbio de París y ganadora de la Beca OEI (Organización de Estados Iberoamericanos) 2022 con su proyecto poético Poemiento, Argentina Portugal.

Enlaces

https://www.clarin.com/sociedad/mundos-intimos-

chica-senti-muerte-perseguia-historia-familiar-llena-

peligros-adioses-_0_qUU2P-Y4B.html

lustración de Leonardo Lamberta

Se puede ver parte de su obra en su Instagram @leolamberta y Acá

Marea Turbia en Letralia

https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2022/07/30/marea-turbia/

TEXTOS DE NARRATIVA

Marea turbia

Soledad Vignolo sábado 30 de julio de 2022

La noche de la tormenta Ismael pensó que así era su vida: abrumada, enloquecida por los rayos y la niebla. Mientras caminaba hacia el puerto, por su cabeza pasaban muchas justificaciones: que no podía hacer otra cosa, que debía pescar, que era su sustento, que por eso dejó a las chicas cada cual en su camita, como dos barquitos pequeños destartalados en su marea turbia. Esa frase era de la novela que había terminado hacía unos días, antes de que llegaran, antes de que todo se moviera de lugar, y le pareció escrita para ese momento.

A medida que se acercaba a la costa, lo acontecido tomaba otro espesor, cada paso castigado por el viento anunciaba lo terrible. Y lo terrible era la repetición continua de esas noches alucinadas de silencio. No podía asumir aún el cambio en su vida. Las chicas habían llegado para quedarse, pálidos bocetos del pasado. No tenían dónde ir, por eso las aceptó.

Ismael pescaba la vida de la misma forma en que transcurría su trabajo en el mar: sin suerte. A veces enrollada en anzuelos y las menos, con buena cosecha. Le pesaban los pasos para llegar al puerto, más de la cuenta. No le gustaban las pisadas rítmicas; ese eco en la madrugada con el que su propio cuerpo hacía camino, lo obligaba a pensar. Y él sabía que la pensadera traicionaba. Por eso comenzó a silbar. Fuerte, un silbido que era lamento, grito, ruego. El aire entraba para aclarar la garganta y las sienes, y al soplarlo cambiaba de temperatura y chocaba con la niebla húmeda. Las canciones que su padre silbaba eran las primeras que se sorprendía regalando al viento, casi todas viejas chanzonetas tristes. Luego la cabeza se le volvía oleada y su hermana, la familia y las chicas en sus camas se revolvían saladas entre la arena familiar. Se detuvo en el hueco que su chiflo le hacía a la noche. Y se sintió parte de ese momento, su sombra encorvada, el vacío, ese aire soplado para no asfixiarse, la búsqueda desesperada. Por eso el mar. Por eso Ismael era mar.

No lo abrazaron. No las abrazó. No había lazo posible.

Ellas habían llegado en silencio, con ojeras, apenas abrigadas y sin maletas. La cara de una raspada, con costra. La otra llevaba un yeso firmado en el brazo. No lo abrazaron. No las abrazó. No había lazo posible. Ismael sabía esperar lo justo, no se iba en deseos. Las dos se sentaron sobre el sillón negro del estar y lo miraron fijo. Les acercó comida. Comieron. Les dio agua y la bebieron de a sorbos, cuidándola. La más pequeña buscó el baño con la mirada, Ismael se lo señaló. Y al volver tomó la mano de su hermana y caminaron hasta el cuarto. Se acostaron quebradas, inconclusas. Ismael las observó y partió sin saludar.

Ahora ese hueco habitaba su pecho, el mismo que le hizo lugar al silbido del crepúsculo. Era un vacío ajeno, capaz de denunciar una verdad. Llegó al puerto, se alzó a la proa y comenzó mecánico su labor de leva. Del otro lado lo ayudaba un hombre de dársena, el de siempre. Una vez en mar abierto soltó un suspiro gutural. De esos que retumban y mueven olas y con las olas mueven cimientos y placas que llevan años quietas. Su compañero lo miró. Él no. No quería contar. A medida que la noche se volvía mañana los peces formaban pilas en la cubierta del barco viejo. Uno sobre otro, tratando de no morir. Pensó si así se habría sentido su hermana al accidentarse, pensó en un auto revolviéndose en la cinta asfáltica húmeda, en frenadas, en gritos, en sangre, en las chicas quietas en sus camas. Volvió a mirar la pila de pescados, seguían abriendo sus bocas en busca de agua, de sal, de vida. Tiró las redes por última vez cerca de las diez de la mañana. Y sintió que debía volver.

El sol le pegaba directo en la cara, calentaba su cuerpo, por eso el hueco perdía consistencia y alivianaba el suspiro constante de Ismael al caminar la vuelta a casa. La vida le pasó por delante. Susana recién nacida, una hermana. Los juegos, la infancia compartida, cumpleaños, padres, amores, encierros, veinte años sin verse. Susana en España, dos hijas, dice que se vuelve, con mamá y papá muertos. A qué viene, si ya es tarde. Ezeiza, el llamado, no puedo buscarte le dijo, alquilate un auto. Te espero en Bahía, yo trabajo. Llegando, decía el mensaje. Y entonces todo un viento arrasó la rutina: la policía en la puerta, la jueza, la firma y ellas entre la vida y la muerte. Se salvaron sus sobrinas, dijo el médico. Un respiro. Uno solo porque detrás agregó: es el pariente más cercano, debe hacerse cargo.

Llegaron y las dejó cada cual en su camita, como dos barquitos destartalados en su marea turbia, marea de vidas a cuidar, sin instrucciones para hacerlo.

Esa mañana Ismael volvió a su casa cuidando el aire. Se le antojó eterno el camino de siempre, como si hubiera cambiado. El hueco seguía allí, cada vez más cerrado. Era suyo. Lo iba a necesitar para poder seguir, para meterse y respirar en él cuando la multitud agobie. Silbó suave, acurrucado en su corriente triste. La tormenta, en ceremonia, le cedía paso al sol.

Soledad Vignolo

Escritora argentina (Junín, 1963). Ha publicado los libros Ángulos (Hespérides, 2000), Sandalias santas (De los Cuatro Vientos, 2012) y Una más una (Rama Negra, 2017). Premio OEI Atelier Poético 2022, mención Osvaldo Soriano 2021. Coordina talleres de escritura en la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires (Unnoba).

Tierra Fresca de su tumba

“¿Era caliente el líquido viscoso que te dejaron ahí? (…) ¿Era un líquido como la clara de un huevo?”

Giovanna Rivero

¡Qué maravilloso libro!

Reseñar estos cuentos fantásticos, oscuros, terrosos y llenos de profundos encuentros de locura y naturaleza, raíces y miedos ancestrales, niñas y mujeres que exploran los bordes con una riqueza poética sublime, estepas, osos, buitres, ojos, manos, labios, frotaciones, sexo y dolor, familia y secretos, estupendas alucinaciones donde la etnia y el desgarro son lluvia constante, que a medida que leemos nos embebe en frustraciones, pasiones, arraigos, silencios extremos, enfermedad es un reto deseado. Rivero hace semejantes paisajes sociales con la maestría que caracteriza a esta boliviana, y nos enseña que está bien trasgredir cánones si lo hacemos con buena literatura.

Su estilo no puede definirse, en sus páginas sobrevuelan Rulfo, Quiroga y lo mejor de Lovecraft sin pudor. Qué alegría produce que esta escritora voluptuosa y creativa sea latinoamericana.

Giovanna Rivero se aventura con pastores y súbditos pecadores, la hipocresía está presente y sin dejar de mirar el entorno, porque lo colonial está y es clara la postura y la crítica, pero ella se zambulle en esas historias personales que abarcan la humanidad. Los locos, los desahuciados, los parias y los niños tienen voces temibles, roza lo gótico sin elegirlo, porque no hay encasillamiento en su poética alucinada, es a pesar de nosotros, de nuestras etiquetas, de nuestros ascos y de nuestro espantoso pudor.

Tierra fresca de su tumba es literatura, y de la buena. De esa que no queremos dejar de leer. Todos sus cuentos son muy buenos, si debo elegir uno, Socorro es, a mi juicio, el más logrado, tanto dolor y tanta ausencia en esos secretos prohibidos, esos gritos en pechos inflamados, habitados por lo no dicho. Truculento, con tantas capas que nos cuesta creer, el relato nos deja exhaustos y conmovidos.

Hermano ciervo también es impresionante, su estela que une puntos de américa que parecen extremos, y que sin embargo padecen iguales. Los seis cuentos valen la pena, no importa si van a lo weird o al slipstream, si son góticos o fantásticos. Son buenos.

Corran a comprarlo, pídanlo prestado o róbenlo por un día, pero no dejen de leerlo.