Diario de Cuarentena: Adiós

Último día del año. Último diario. Sigue la cuarentena brutal a la que fuimos sometidos. Nada cambió. No somos libres de transitar ni de abrazar ni de viajar ni de besar ni de reunirnos ni de gritar, pero podemos abortar, recortar ingresos a jubilados, vacunarnos con nombre ruso sin papeles, aunque nosotros debamos llenar formularios para respirar. Un año que nos dejó muerte, miedo, inseguridad, hambre, virus, totalitarismo, miseria y mucha pero mucha bronca. A fin de 2019 se oía decir que el presidente anterior era un gato negro por bajar las reservas y tener un dólar a 60 pesos, a fin de este año con el dólar llegando a 170 y sin reservas el nuevo presidente parece inmune. ¿Será posible tanta hipocresía populista? Todos lloran a Maradona, yo lloro a Pele y a Monona, al Chiri, a Evelyn, a los nonatos y tanta gente apreciada que no pude despedir.

En lo personal temblé con el virus cuando mi hijo lo tuvo y no me inmuté al tenerlo, estudié mucho, escribí mucho, me enojé mucho, fui traicionada y me publicó Clarín. La vida. Les dejo para cerrar el diario un pequeño texto propio, porque quiero que mis palabras le den fin. Deseo libertad, educación y paz, como siempre.

Una cabra le sonríe al cielo antes que yo, será que sabe que este año me está costando la sonrisa. Tanta injusticia hizo que se derrita la coraza con años construida, y entonces comienza el sacrilegio de los sueños. Cae redonda al piso la verdad ante la mugre, la paciencia ante el apuro corruptible y se demora la leyenda. Es que nos volvimos carne viva, llaga, estúpida noticia, volvimos a ser fetos a los gritos y un hilo nos ató en silencio. Morimos muchas veces en otros para nacer con Carola rosa chicle y no pudimos con el miedo. Tan mediocres, tan humanos, pedazos de carne colgados de una aplicación que nos cuida. Como reses.

Soledad Vignolo Mansur.

Diario de Cuarentena: EL segundo Yo

En mi ante último diario le doy la voz a un cuento de Walter Benjamín, un hombre complejo que trata el fin de año en forma particular. Espero lo disfruten, nos vemos por última vez mañana dentro de este espacio.

Krambacher es un muy modesto empleado, además de un señor “sin parentela”, como asegura a las propietarias de su habitación, de la que cambia cada cuatro o seis semanas. Antes ha pensado cierto tiempo dónde podría hospedarse la noche de fin de año. Pero todos los planes se han desvanecido; con el dinero que le quedaba ha ido a adquirir dos botellas de ponche. Así después de las 9 h, da comienzo su banquete solitario, siempre con la esperanza de que suene el timbre y sea alguien que quiere visitarle, que desea hacerle compañía.

Mas su esperanza queda defraudada. Poco antes de las 11 decide marcharse. Es que le ha entrado claustrofobia. Seguimos entonces sus pasos nocturnos, un tanto inquietantes por lo ligeros, a través de las calles. Se ve que ha bebido. Tal vez no camine, tal vez tan sólo sueñe que camina. Esta misma sospecha también puede tenerla pasajeramente el lector. Krarnbacher avanza a través de una calleja apartada. Una lámpara que despide una luz mortecina atrae su atención. ¿Un local ambiguo con fiesta de fin de año? ¿Por qué está tranquilo? Se aproxima y comprueba que de hecho no se trata de un local: sobre una luna opaca y encalada, de la que sale una luz lechosa, se lee en letras de madera despintada: KAISERPANORAMA.

Quiere pasar de largo, pero un papel muy sucio pegado a la luna le hace detenerse: ¡Hoy, función de gala! ¡Viaje al año viejo! Krambacher se ha quedado sorprendido; abre tímidamente aquella puerta y, no viendo a nadie, cobra valor y entra. Ahí está el Kaiserpanorama. Hay 32 sillas dispuestas en círculo. En una de ellas dormita el propietario, un viudo italiano que se llama Geronimo Cafarotti, y que al acercarse el visitante se levanta de un salto.

Gran verborrea que despliega el italiano. De sus palabras pronto se deduce que cada noche se agotan las localidades; casualmente esa noche hay menos asistencia, pese a que se trata del programa de gala; pero se ha enterado de que vendrá alguien: es decir, el justo. Mientras que invita al visitante a sentarse en un taburete ante dos mirillas, él se sienta apartado:

Aquí conocerá a alguien curioso, y verá a alguien que no se nos parece: su segundo yo. — Usted pasa la tarde reprochándose, tiene complejo de inferioridad, se siente cohibido, se reprocha no seguir bien sus impulsos. Ahora bien, ¿qué son esos impulsos? Son la presión del segundo yo sobre el picaporte de la puerta que conduce a su vida. Pero ahora sabrá por qué tiene esa puerta cerrada con llave, por qué le abruman tantas inhibiciones, por qué no puede ceder a sus impulsos.

Comienza el viaje por el viejo año. Hay 12 imágenes, y en cada una de ellas, una inscripción pequeña; y con cada una, las aclaraciones del viejo, que se desliza de una silla a otra. Las imágenes son las que ahora siguen:

El camino que quisiste tomar

La carta que quisiste escribir

El hombre que quisiste salvar

El pasaje que quisiste reservar

La mujer a la que quisiste seguir

La palabra que quisiste oír

La puerta que quisiste abrir

El traje que quisiste llevar

La pregunta que quisiste hacer

La habitación de hotel que quisiste tener

El libro que quisiste leer

La oportunidad que quisiste aprovechar

En unas se aprecia el segundo yo, y en otras solamente las situaciones en las que el primero quiso verse. Las imágenes se explican conforme se desplazan al sonido de un campanilleo para permitir visionar la siguiente, conforme se hacen sitio unas a otras apenas quedan quietas, después de presentarse temblorosas. El último campanilleo se hunde en el estruendo de las campanadas propias de Año Nuevo. Y Krambacher despierta sentado en su silla con el vaso del ponche vacío en las manos.

Diario de Cuarentena: No es sí o no.

Hoy se debate el aborto. Y me entristece ver como siempre empobrecemos los debates llevándolos a sí o no. ¿Y el cómo?

Países con muchísima historia y con mejor salud, incluyo casi toda la Unión Europea y Norteamérica entre ellos, permiten el aborto bajo pedido. ¿Esto cercena la libertad de la mujer? No. Pero protege otros derechos. Y algo que no es menor casi todos hasta la semana 12. ¿Porqué creemos tener mejores fórmulas en un país que fracasa una y otra vez?

Estoy tratando de pensar el tema como de salud pública, dejando de lado convicciones personales. Y lo que siento es que saldría una ley basada en muchos datos cuestionables, presionada, terriblemente cuestionada y que desoye a la población en pos de una minoría. Podemos tener una ley mejor.

No quiero que ninguna mujer muera. No quiero que vayan presas. Ni que peligren sus vidas. Tampoco quisiera que ninguna mujer decida sola. No concebimos solas. Me preocupa esta cuestión de demonización del hombre. Un niño se concibe de a dos, las otras opciones están contempladas por ley. Por eso en la mayoría de los países donde está legalizado es bajo pedido.

No es menor lo de la semana doce, ¿vamos a descartar los hijos que no nos gustan? Me asusta la militancia en una ley de salud. La militancia a favor, y la que está en contra. Hay que racionalizar estas cuestiones que son de estado, no de gobiernos.

No creo que porque exista una ley aborte aquel que no lo desea. Pero ¿Qué pasa con los menores que pueden hacerlo? ¿con la influencia de médicos o adultos sobre ellos? ¿Con los derechos humanos del niño? Demasiadas preguntas. Me tomé el trabajo de leer la ley que se discute. Es muy mediocre. Y cuando la vida está en juego no puede haber dudas ni mediocridad. Menos aún falsas premisas. No es por los pobres. No lo es. Hay muchas personas que se posesionan con temas como este, y me asusta la intelectualidad militante, no es una cuestión de pasiones. Es de salud, de derechos y amerita seriedad.

Soy mujer. No siento que mis hijos sean míos. No lo fueron desde su concepción. Esa es mi convicción. No abortaría nunca.

Entiendo otras posiciones, entiendo otras miradas, las respeto. No siento que ésta ley cuide los derechos del niño. No siento que ésta sea la ley para aprobar. Creo en la despenalización, me gustaría una ley que sea bajo pedido, y no por deseo personal.

Mi diario no se basa en quedar bien, sino en tener voz.

Cuando alguien desea algo debe saber que corre riesgos y por eso la vida vale la pena. Paulo Coelho

Diario de Cuarentena: Extrañeza

Los escritores habitamos la extrañeza, esa vaga sensación de que el desvío de la norma está más cerca de lo que pensamos o creemos. Y que lo cotidiano no es tan cotidiano como parece. Podemos habitarla en los textos con la naturalidad de un pez en el agua, como si las palabras nos llevaran correntosas. Pero cuando la vida se vuelve un fenómeno de extrañeza la cosa cambia.

Este año nos invadió. Nos golpeó y golpea con la fiera convicción de que su repetitivo número veinte veinte no va a olvidarse. ¿Será en la historia un año recordado por la peste, o el año en que la peste fue excusa para un nuevo orden mundial que nos impide la libertad?

Mucho dependerá de los pueblos, como siempre ha sido, porque la humanidad prevalece siempre, aunque no siempre para bien. No creo que salgamos mejores, creo que nos volvió, a la gran mayoría, depredadores de vecinos, hienas capaces de pelar a un otro que insistimos en señalar como diferente, a pesar de que siempre son espejo. Y en este trajín de un virus coronado que parece responder a la monarquía del poder, los libres quedamos aislados en una trinchera que tiene como única arma la voz. Vuelvo a pedir, antes de terminar el año, y espero que se oiga como grito. ¡No nos callemos!

Diario de Cuarentena: Junín

Hoy mi ciudad, la tuya si vivís acá, cumple 193 años desde su fundación. Como casi siempre en mi vida, primero por mi madre, a la que molestaba mucho por ser patriota, docente, participativa y desde hace algunos años por mi propia iniciativa, estoy presente en el acto oficial frente al busto del Comandante Escribano. Este año costó reconocer a los representantes de otras instituciones y fuerzas vivas, todos tras barbijos que dieron color a rostros circunspectos. Algunos por el esfuerzo de la era en peste que les toca gobernar, otros por sus propias oscuridades.

Sin embargo ahí estábamos, todos, convidados por nuestra ciudad, los oficialistas, los contra, los productivos, los comerciantes, los culturales, los cooperativistas, la comunidad en pocos nombres para poder celebrar a este Junín que nos da cobijo, que nos permite crecer, construir y seguir en la vida social aunque la peste arrecie.

No creo en odios, ni en rencores, vi bajar la vista a los arrogantes, y pude alzarla ante la soberbia de los envidiosos y los mendaces, pero en realidad todos, con luces y sombras, hacemos de ésta nuestra ciudad.

Ojala nos unamos para sembrar en ella jóvenes comprometidos y que quieran arraigarse para siempre, en vez de emigrar. Siempre estaré a disposición de mi ciudad. Nací, crecí y viví siempre en Junín, aunque como muchos de mi generación, estudié en Buenos Aires, nunca cambié mi domicilio, volví siempre a votar. Mi ciudad y mi gente son mi identidad. ¡Feliz cumpleaños Junín!

Diario de Cuarentena: La Nueva Ola

Pasó la Navidad, y lejos de tener espíritu de amor o paz, fue violenta, trágica y complicada. Esto es condición de la humanidad, hace muchos años que en fechas así la gente muere sin sentido o mata sin el mínimo reparo, ahora bien, éste año se nos agrega la incoherencia de gestión y la falta de sentido común en la misma.

Se prohibieron las fiestas una semana después de permitirlas, ahora los jóvenes igual festejaron. Claro que sin protocolos y sin control, eligieron el Balneario al aire libre -es claro que son jóvenes pero no suicidas- y fueron capaces de cuidarse solos ante la imposibilidad de las autoridades de hacerlo.

Estamos según dicen frente a una nueva ola. ¿Una nueva? nunca bajaron los casos como para suponer que la primera terminó. Ni que hablar de probar nuevos modus operandi ante el estrepitoso fracaso sanitario. Cerrar, cerrar, prohibir, prohibir, cuarentena, siguen siendo las posibles medidas a tomar. Ni test ni vacunas a granel como hacen los países serios. Todo a los ponchazos, construyendo posverdades, idioteces como «operación Moscú» por un vuelo que debió ser mucho más barato y de correo comercial. Pero la idea es armar un circo para la gilada que una vez más responde con aplausos cómplices.

Yo recé mucho, porque ante la inacción política, de todos los lados de ésta inútil grieta, no me dejaron otra opción.

Diario de Cuarentena: Navidad por John McGahern.

Cuando me iba del Hogar para ir a trabajar para Moran, con el billete de tren me dieron una carta. Me advirtieron que se la entregara cerrada, y es por eso que la abrí en el tren. Le informaban que, como yo estaba bajo la custodia del Estado, si causaba problemas o si escapaba, debía comunicarse de inmediato con los guardas. La rompí, porque se me ocurrió que yo bien podría causar problemas o escapar; si me preguntaba, diría que la había perdido, pero no preguntó por ninguna carta.

Moran y su esposa me trataban bien. La comida era más sustanciosa que en el Hogar, los domingos siempre carne asada, y cuando el clima se ponía riguroso me llevaban al pueblo y me compraban botas de goma, un abrigo y una gorra con orejeras. Después del trabajo diario, cuando Moran se iba al pub, yo tenía libertad para sentarme junto al hogar mientras Mrs Moran tejía y escuchaba la radio –lo que más me gustaba eran los radioteatros– y Mrs Moran me decía que me estaba tejiendo un pulóver para Navidad. A veces me preguntaba sobre la vida en el Hogar, y cuando le contaba, ella suspiraba y decía: “Debes estar muy contento de estar con nosotros ahora”, y yo le decía que sí, lo que era cierto. Habitualmente me iba a la cama antes de que Moran volviera del pub, porque entonces ellos solían reñir y me parecía que no tenía lugar en esa parte de sus vidas.

Moran se ganaba la vida comprando a bajo precio ramas o maderas que los aserraderos no aprovechaban y cortándolas luego para vender como leña. Yo repartía la leña con un mulo viejo que Moran les había comprado a los gitanos. Cada vez que veía una fogata, el mulo chillaba, un chillido muy humano, y corría, casi la única vez que corría, a pararse tieso y feliz con los ollares metidos en el humo de la madera. Cuando Moran estaba de buen humor, le divertía mucho encender una fogata para ver la excitación del animal a la espera del humo.

No había ninguna razón para que esa vida no continuara así, pero tuvo que surgir un estúpido deseo de mi parte, que provocó un deseo más estúpido aun en Mrs Grey, y lo que pasó desde entonces me ha parecido lo habitual cuando contamos con otros para su felicidad o comoquiera que se la llame. Mrs Grey era la mejor clienta de Moran. Había venido de América y construido aquella casa enorme en la cima de Mounteagle luego de la muerte de su hijo en Italia, en un combate aéreo.

La tarde que cargamos aquel envío para Mrs Grey, el hielo de las ramas desnudas había dejado de derretirse. Ya no goteaba sobre las hojas muertas, la madera apilada en el silencio de la escarcha salvo por el ruido de algún ave en los arbustos. Moran acomodó los últimos troncos en el carro y yo le arrojé la bolsa de heno que hacía parecer la carga mucho más grande de lo que era.

–No olvides pasar por lo de Murphy por el kerosén –dijo.

–No me olvidaré.

–Seguro te dará una buena propina esta Navidad. Podríamos usar el dinero para las fiestas.

Lo usaría para llenarse el garguero.

–Mejor me pongo en marcha –dije.

–Ya será de noche cuando llegues –respondió.

El carro sacudiéndose con las raíces, el anillo frío de la brida en la mano casi pegada a los labios negros, el vapor del aliento disipándose en el aire a cada lado. Cruzamos los potreros hasta la senda que bordea el lago, las ruedas cortando dos huellas en el duro pasto blanco, el pasto aplastado cediendo ante el hierro. Abrí la tranquera. Los cascos herrados vacilaban entre los dos entresurcos que había en el camino, el viejo cuerpo bamboleándose a cada empujón de las varas cuando las ruedas pasaban de una huella a otra.

El lago estaba totalmente congelado, un espejo salpicado por manchas blancas de los arroyos, y rayos rosados de sol atravesaban los abetos de Oakport, al otro lado de la bahía.

La motosierrra volvió a arrancar en el bosque. Seguiría cortando mientras hubiera luz. “No es broma ganarse la vida, uno o dos tragos para relajarse un poco, toda esta mierda. Tal vez sería mejor quedarnos en la cama, conservar la energía, comer menos”, pero a pesar de todo lo que decía seguía comprándole ramas a McAnnish una vez que los barcos se llevaban los troncos por el río hasta el aserradero.

Até el mulo a la puerta de la capilla y fui a la tienda de Murphy.

–Quiero el kerosén de Mrs Grey.

La tienda estaba llena de hombres. Siempre los veía. Estaban sentados en el mostrador o a lo largo de las paredes, en cajones de fruta y cubos dados vuelta. Al principio solían burlarse. A mí no me parecía muy distinto de entrar a una tienda en un país extraño sin saber el idioma, pero descubrieron que podían mojarme la oreja, como decían. Me arrojaban tomates a la nuca esperando alguna reacción, pero en general dejaron de molestarme cuando vieron que no había ninguna. Si yo sentía algo por ellos, era un desprecio atemperado por el miedo: yo estaba aquí, y ellos estaban allí.

–Quieres su kerosén, ¿no? Yo sé qué kerosén le daría si tuviera tu oportunidad –dijo Joe Murphy desde su trono en el centro del mostrador, y una carcajada leal respondió desde las paredes.

–El kerosén apropiado –gritó alguien, y recibió más aplausos aun. Y cuando se apagaron, una voz dijo:

–Joe, arrójanos una naranja antes de bajar del mostrador.

Joe se estiró hasta el estante y le arrojó la naranja a uno que estaba sentado en una bolsa de cebollas españolas. Cuando el hombre se inclinó hacia adelante para tomarla, la bolsa de hilo rojo se rompió y el sujeto se desplomó pesadamente sobre las cebollas.

–¿Tienes que magullarme las cebollas con ese torpe trasero sucio? Ahora las pagarás, ¿no? –gritó Joe bajando sus gruesas piernas del mostrador.

–Todo el mundo quiere sus cebollas, últimamente –dijo el hombre, tratando de defenderse con una risa nerviosa mientras enderezaba la bolsa de hilo y se sentaba en una bolsa de naranjas.

–Ahí tienes las tuyas; ahora, págalas.

–¡Hazle pagar sus cebollas! –gritaron.

–Tú debes darle su kerosén, primero –dijo entonces Joe dirigiéndose a mí.

Tomó la lata, fue hasta el barril apoyado sobre unos bloques en el rincón y abrió la espita de cobre.

–Ahora, dale el kerosén apropiado. Es Navidad –me dijo mientras ajustaba la tapa de la lata, el lacio cabello negro cayéndole por la cara hinchada.

–¡El kerosén apropiado!

Los gritos de aprobación me siguieron hasta la puerta.

–Jamás movió un músculo, el pequeño hijo de puta. Esos chicos de asilo son todos unos inútiles –escuché con satisfacción mientras acomodaba la lata de kerosén entre los troncos del carro. En los baches del camino, el hielo reflejaba las primeras estrellas. Luces de bicicleta –era una noche de confesión– se acercaron vacilando en la oscuridad. A pesar del resplandor de sus lámparas, no pude reconocer a los ciclistas cuando pasaron a mi lado envueltos en sombras oscuras, y eso dejó al desnudo el miedo que había sentido y reprimido en la tienda. Tomé una vara y azoté al mulo renuente haciéndolo tirar del carro colina arriba tan rápido como podía.

Después de apilar los troncos en la leñera fui y llamé a la puerta de atrás para ver dónde querían que pusiera el kerosén. Abrió la puerta Mrs Grey.

–Es la última carga hasta después de Navidad –le dije mientras dejaba la lata.

–No lo he olvidado –dijo sonriendo, y me ofreció un billete de una libra.

–Prefiero no aceptarlo.

Ese fue el primer error cometido, apostar más alto.

–Debes aceptar algo. Además de la leña, nos has traído tantos mensajes del pueblo que no sabemos qué hubiéramos hecho sin ti.

–No quiero dinero.

–Entonces, ¿qué te gustaría que te dé para Navidad?

–Cualquier cosa que prefiera darme.

Me pareció que prefiera estaba bien para un chico de asilo.

–Tendré que pensarlo un poco, entonces –dijo ella mientras yo sacaba el mulo del jardín, loco de estúpida alegría.

–¿Llevaste el kerosén y los troncos sin problema? –preguntó Moran sonriendo cuando entré, atraído por el olor a comida caliente. Se había puesto ropa decente y estaba terminando su cena en la cabecera de la mesa con cansino buen humor.

–No hubo ningún problema –respondí.

–¿Llevaste el mulo al establo? ¿Le diste de comer?

–Le di avena.

–Apuesto a que Mrs Grey estaba satisfecha.

–Parecía satisfecha.

Prácticamente estiró la mano.

–¿Sacaste algo bueno de eso, entonces?

–No.

–¿Quieres decir que no te dio nada?

–No esta noche, pero tal vez lo haga antes de Navidad.

–Tal vez, pero ella siempre dio una libra con la última carga antes de las fiestas –dijo con suspicacia. Su anterior buen humor desapareció.

Tomó su gorra y su abrigo para ir a beber uno o dos tragos a fin de relajarse un poco.

–Si hay alguna crisis internacional en las próximas horas, sabes dónde encontrarme –le dijo al irse a Mrs Moran.

Mrs Grey apareció en Nochebuena con una caja grande. Llevaba puesto un abrigo de piel y olía a perfume y gin.

Rechazó una silla diciendo que tenía prisa y me pidió que quitara el moño y el papel rojos.

Dentro de la caja había un avión de juguete. Estaba pintado de blanco y azul. Las ruedas olían a goma nueva.

–¿Por qué no le das cuerda?

Miré la cara estúpidamente sonriente, los ojos al borde de las lágrimas.

–Dale cuerda para Mrs Grey.

Escuché la voz de Moran.

Yo no podía hacer nada. Moran tomó el juguete de mi mano y le dio cuerda. Una luz se prendía y se apagaba en la cola y las hélices giraban mientras avanzaba por el cemento.

–Oh, no debió molestarse tanto. Esto es demasiado… –dijo Moran con tono político.

–Me pareció que estaría bien, ya que no aceptó el dinero. A mi pobre hijo nada le gustaba tanto como los aviones de modelismo para Navidad.

Estaba otra vez a punto de llorar.

–Todos lamentamos todavía esa tragedia –dijo Moran–. Gracias por tan bonito regalo, Mrs Grey. Es precioso.

No pude contener más la rabia.

–A mí me parece inútil –dije, y me puse a llorar.

Luego, sólo tengo un vago recuerdo de la voz de Moran acompañándola hasta la puerta con excusas y disculpas.

–Debí haber sabido que no se puede confiar en un jovencito de asilo –dijo Moran cuando volvió–. No sólo me dejaste sin la libra sino que encima insultaste a la mujer y su hijo muerto. Vas a volver bien rápido al lugar del que viniste.

Moran movió el avión con la bota como si quisiera patearlo, pero no se animó por respeto al dinero que había costado.

–Bien, tendrás un buen vuelo en él esta Navidad –dijo.

La campana de las dos llamó a la misa de gallo, y mientras Moran se apuraba al pub para beber unos tragos antes de ir, Mrs Moran comenzó a abrir las cortinas y a encender una vela en cada ventana. Más tarde, camino a la iglesia, ardían velas en las ventanas de todas las casas, y la iglesia resplandecía de luz. Me avergonzaba de aquella mujer vieja, temí que me identificaran con ella cuando avanzamos entre los bancos repletos hasta el centro de la nave, donde un portero nos indicó un asiento en la capilla lateral de las mujeres. Envuelto en el olor de la cera quemada, las flores y la piedra húmeda, saqué el rosario marrón y el misal negro con la cruz dorada en la tapa que me habían dado en el Hogar y empecé a prepararme para las horas de aburrimiento que significaba la misa de gallo. No fue así.

Un policía ebrio, el guardia Mullins, había pasado sin que lo notaran los porteros de la entrada y se había metido en la capilla lateral de las mujeres. Al comenzar la misa, empezó a decirle a la esposa del maestro lo muy dispuesto al manoseo que estaba su trasero cuando trabajaba en el bar, antes de adoptar ese aire de respetabilidad.

–Y ahora, oh Dios, un jardín digno de un premio no atraería una mirada, al lado de su grandeza.

Los guardias consultaron rápidamente si echarlo o no y decidieron que probablemente causaría menos escándalo dejarlo como estaba. Mullins se calmó y cayó en un sopor ebrio hasta que el monseñor subió al púlpito para iniciar su hora anual de la época de paz y buenas nuevas.

–En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo –comenzó a decir–. En esta Navidad, mis amados hijos en Cristo, quisiera…

Entonces Mullins se despertó para aplaudir, con un vigoroso: “¡Escuchen! ¡Escuchen! No podría estar más de acuerdo. Usted es un hombre con el que me identifico. ¡Abajo los hipócritas!”.

El monseñor miró hacia el policía y luego hacia los porteros, pero como fue saludado por otro: “¡Escuchen! ¡Escuchen!”, cerró sus notas y con voz agria les deseó a todos una feliz Navidad, bajando enojado del púlpito para concluir la misa de gallo más corta que la iglesia jamás había visto. Pero allí no terminó la diversión. Cuando los comulgantes volvían de las barandillas, Mullins señaló al recaudador de impuestos, que caminaba por el pasillo con la cabeza gacha y las manos rígidamente unidas, y gritó: “¡Ese es el hipócrita más grande de la parroquia!”, lo que deleitó a casi todo el mundo.

Al pasar frente a las velas de las ventanas, pensé en Mullins como mi amigo y por primera vez me sentí orgulloso de ser un pupilo del Estado. Evité a Moran y su esposa, y desde el ático escuché con regocijo cómo lo criticaban. Cuando las voces se apagaron, bajé silenciosamente para tomar una caja de fósforos y el avión e ir al establo del mulo. Hice una pila de paja seca, y cuando la encendí y comenzó a echar humo, el mulo se puso a lanzar su chillido humano hasta que lo desaté y pudo meter sus ollares en él. A la luz de la paja ardiente, puse el juguete azul y blanco contra la pared y empecé a patearlo. Cada patada que le daba me inyectaba una nueva en la sangre. Hicieron falta pocas patadas para reducir un juguete tan bonito a algo informe y, entonces, con las últimas llamas de la paja, lo aplasté contra el suelo del establo, el mulo hocicándome ya para que pusiese más paja en el fuego moribundo.

Cuando me calmé, estaba contento de haber roto en el tren la carta sin abrir que debía haberle entregado a Moran. Sentía que una nueva vida ya había comenzado a nacer de las cenizas, sin la estupidez de los deseos humanos.

Diario de Cuarentena: Papá Noel duerme en casa por Samanta Schweblin

La navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la última vez que estuvimos todos juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un buen árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas. Venía en una caja de cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo creo que por eso ese año Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos los chicos tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla:

-Se la enviamos a Papá Noel -y le pasó el sobre.

El tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado de tanto trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró y dijo:

-Falta el código postal.

-Pero es para Papá Noel -dijo papá, y le sonrió, y le guiñó un ojo, se ve que para hacerse amigo, y el tipo dijo: -sin código postal no sale.

-Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal -dijo papá.

-Sin código postal no sale -dijo el tipo, y llamó al siguiente.

Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta salió.

Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no a Papá Noel. Además no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá, y las cosas salían bien entonces. Hasta que dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro. La vieron algunos médicos, papá siempre la acompañaba y yo me quedaba en la casa de Marcela, que es nuestra vecina. Pero mamá no mejoró. Dejó de haber ropa limpia, leche y cereales a la mañana, papá llegaba tarde a los lugares a los que debía llevarme, y después llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar. Cuando pedí explicaciones papá dijo que mamá no estaba enferma ni tenía cáncer ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado algo así pero él no era un hombre de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá simplemente había dejado de creer en las cosas, que eso era estar “deprimido”, y te quitaba las ganas de todo, y tardaba en irse. Mamá no iba más a trabajar ni se juntaba con amigas ni hablaba por teléfono con la abuela. Se sentaba con su bata frente al televisor, y hacía zapping toda la mañana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado de darle de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas. Había que combinarlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y después toda la tarta de verdura. La descongelaba en el microondas y se la alcanzaba en una bandeja, con el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:

-Gracias mi amor, no tomes frío -lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo que sucedía en el televisor.

A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era hermosa. Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá, pero después, cuando empezó a venir Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que esperaba solo debajo del árbol de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme, siempre llegaban tarde.

Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella en la casa de al lado, jugando al póquer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin él en la casa. Nos cruzábamos en el baño y entonces mamá decía:

-Cuidado mi amor, no tomes frío -y volvía frente al televisor.

Muchas tardes Marcela estaba en casa, eran las tardes en que cocinaba para nosotros y ordenaba un poco. No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella era su amiga se sentía en la obligación, porque la verdad es que no se la veía muy contenta. Un par de veces le apagó el televisor a mamá, se sentó frente a ella y le dijo:

-Irene, tenemos que hablar, esto no puede seguir así…

Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningún lado, que ella ya no podía seguir ocupándose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una decisión o terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al final Marcela terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza porque no había nada para cenar, y a mí la pizza me encanta.

Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de “creer en las cosas”, y que entonces estaba “deprimida”, y él quiso venir a ver cómo era. Hicimos algo muy feo que a veces me avergüenza: saltamos frente a ella un rato, mamá apenas nos esquivaba con la cabeza; después le hicimos un sombrero con papel de diario, se lo probamos de distintas maneras y se lo dejamos puesto toda la tarde, pero ella ni se movió. Le quité el sombrero antes de que llegue papá. Estaba seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me sentía mal de todos modos.

Después llegó navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles pero como era una noche especial me preparó además papas fritas. Papá le pidió a mamá que dejara el sillón y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta la mesa -Marcela la había preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos que usamos para las visitas-, la sentó en una de las cabeceras y se alejó unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla, supongo que pensó que podía funcionar, pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos ella se levantó y volvió a su sillón. Así que mudamos las cosas a la mesa ratonera del living y comimos ahí con ella. La tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una nota sobre un sitio de gente pobre que había recibido un montón de regalos y comida de gente de más plata, y entonces ahora estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba todo el tiempo el árbol de navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces mamá señaló el televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En la tele Papá Noel estaba sentado en el living de una casa, con una mano abrazaba a un chico sentado sobre sus piernas, y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto, y entonces la mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:

-…y cuando vuelvo del trabajo sólo quiero estar con mi familia -y un logo de café aparecía en la pantalla.

Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al cuarto, pero yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que le habla a mamá, pero nada iba a alejarme esa noche del árbol. Papá quiso apagar el televisor pero mamá empezó a luchar con él como una nena. Sonó el timbre y yo dije:

­-Es Papá Noel -y Marcela me dio una cachetada y entonces papá empezó a pelear con Marcela y mamá encendió otra vez el televisor pero Papá Noel ya no estaba en ningún canal. El timbre volvió a sonar y papa dijo:

-¿Quién mierda es?

Pensé que ojalá que no fuese el del correo porque volverían a pelear porque papá ya estaba de mal humor.

El timbre sonó otra vez muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó, fue hasta la puerta y cuando la abrió vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisión y se lo veía cansado, no podía mantenerse de pie y se apoyaba un momento de un lado de la puerta, otro momento del otro.

-¿Qué quiere? -dijo papá.

-Soy Papá Noel -dijo Papá Noel.

-Y yo soy Blanca Nieves -dijo papá y le cerró la puerta.

Entonces mamá se levantó, corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía estaba ahí, tratando de sostenerse, y lo abrazó. A papá le agarró un ataque:

-¿Éste es el tipo Irene? -le gritó a mamá, y empezó a decir malas palabras y a tratar de separarlos. Y mamá le dijo a Papá Noel:

-Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.

Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para atrás y quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba triste por lo que le estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba lo del auto, aunque por otro lado me alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.

Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan feliz con su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me pareció lógica. Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse en el piso, y le dio una mano para levantarse. Y entonces papá otra vez empezó a decirle de todo y mamá a gritar. Marcela decía cálmense, entremos, por favor, pero nadie la escuchaba. Papá Noel se llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba. Escupió a papá y papá le dijo:

-Maricón de mierda.

Y mamá le dijo a papá:

-Maricón serás vos hijo de puta, y también lo escupió. Le dio a Papá Noel la mano, lo hizo entrar a la casa, se lo llevó a su cuarto y se encerró.

Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta que yo todavía seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Sabía que no estaba en condiciones de discutir; me fui al cuarto sin navidad y sin regalo. Esperé acostado a que todo quedara en silencio, mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces de plástico de mi velador. No tendría mi auto a control remoto, eso era clarísimo, pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso me aseguraba un año mejor.

PD: Ojalá tengamos todos, un año mejor.

Diario de Cuarentena: Cuento de Navidad, de Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

–¿Qué haremos?

–Nada, ¿qué podemos hacer?

–¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

–Ya se me ocurrirá algo –dijo el padre.

–¿Qué…? –preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

–Quiero mirar por el ojo de buey.

–Todavía no –dijo el padre–. Más tarde.

–Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

–Espera un poco –dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

–Hijo mío –dijo–, dentro de medía hora será Navidad.

–Oh –dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

–Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

–Sí, sí. todo eso y mucho más –dijo el padre.

–Pero… –empezó a decir la madre.

–Sí –dijo el padre–. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

–Ya es casi la hora.

–¿Me prestas tu reloj? –preguntó el niño.

El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.

–¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

–Ven, vamos a verlo –dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

–No entiendo.

–Ya lo entenderás –dijo el padre–. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

–Entra, hijo.

–Está oscuro.

–No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

–Feliz Navidad, hijo –dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

Ray Bradbury

Diario de Cuarentena: Cuento de Navidad (Dino Buzzati)

El antiguo palacio arzobispal es tétrico y con ojivas, y sus muros rezuman
salitre. En las largas noches de invierno, vivir en él es un suplicio. La
catedral colindante es inmensa, se tardaría más de una vida en recorrerla por
completo, y en ella hay tal maraña de capillas y sacristías que, después de
siglos de abandono, aún quedan algunas prácticamente inexploradas. ¿Qué hará el
día de Nochebuena el descarnado arzobispo completamente solo, mientras la
ciudad entera está de fiesta? ¿Cómo logrará vencer la melancolía? —se pregunta
la gente—. Todos poseen algún consuelo: el niño tiene un tren y un Pinocho, su
hermanita una muñeca, la madre a sus hijos alrededor, el enfermo una nueva
esperanza, el viejo solterón a su compañero de libertinaje, el preso la voz de
otro preso en la celda contigua. ¿Qué hará el arzobispo? El diligente don
Valentino, secretario de su excelencia, sonreía al oír hablar así a la gente.
El día de Nochebuena el arzobispo tiene a Dios. Arrodillado totalmente solo en
medio de la catedral gélida y desierta, a primera vista podría inspirar pena,
pero ¡si la gente supiera! Totalmente solo no está, y tampoco tiene frío ni se
siente abandonado. En Nochebuena, Dios inunda el templo para el arzobispo, las
naves rebosan literalmente de él, hasta el punto de que las puertas apenas
pueden cerrarse. Y, aunque no hay estufas, hace tanto calor que las viejas
culebras blancas se despiertan en los sepulcros de los históricos abades y
suben por los respiraderos de los sótanos, asomando amablemente la cabeza por
los confesionarios.

Así es como estaba aquella noche la catedral: desbordante de Dios. Y
aunque sabía que no era tarea suya, don Valentino se entretenía, acaso con
demasiada voluntad, en preparar el reclinatorio del prelado. Los abetos, los
pavos y el champán no hacían ninguna falta. Ésa sí era una auténtica
Nochebuena. En estos pensamientos estaba, cuando oyó que llamaban a la puerta.
“¿Quién llamará a la puerta de la catedral el día de Nochebuena?”, se preguntó
don Valentino. “¿Acaso no han rezado todavía lo suficiente? ¿Qué mosca les
habrá picado?”. Pese a todo, fue a abrir y, junto a una ráfaga de viento, entró
un pobre harapiento.

—¡Cuánto Dios! —exclamó éste con una sonrisa, mirando a su alrededor—.
¡Qué maravilla! Se siente incluso desde fuera. Monseñor, ¿no me podría dejar un
poquito? Piense que es Nochebuena.

—Es de su excelencia el arzobispo —respondió el cura—. Lo necesitará
dentro de un par de horas. Su excelencia lleva ya la vida de un santo, ¡no
pretenderás que ahora renuncie también a Dios! Y además yo nunca he sido
monseñor.

—¿Ni un poquito, reverendo? ¡Hay tanto! ¡Su excelencia ni siquiera lo
notaría!

—Te he dicho que no… Puedes irte… La catedral está cerrada al público —y
despidió al mendigo con un billete de cinco liras.

Pero en cuanto el desdichado salió de la iglesia, Dios desapareció.
Asustado, don Valentino miró a su alrededor, escrutando las bóvedas tenebrosas:
tampoco estaba allí arriba. El espectacular aparato de columnas, estatuas,
baldaquinos, altares, catafalcos, candelabros y paños, normalmente tan
misterioso y poderoso, se había vuelto de repente inhospitalario y siniestro. Y
dentro de un par de horas el arzobispo bajaría.

Preocupado, don Valentino entreabrió una de las puertas que daban al
exterior y miró en la plaza. Nada. Tampoco allí fuera, pese a ser Nochebuena,
había rastro de Dios. De las mil ventanas encendidas llegaban ecos de risas, de
copas rotas, de músicas e incluso de blasfemias. Pero nada de campanas ni
cantos.

Don Valentino salió en plena noche y se fue por las calles profanas, entre
el estruendo de banquetes desenfrenados. Pero él sabía dónde debía ir. Cuando
entró en la casa, la familia estaba sentándose a la mesa. Todos se miraban
benévolamente entre sí y alrededor de ellos había un poco de Dios.

—Feliz Navidad, reverendo —dijo el cabeza de familia—. ¿Quiere sentarse?

—Tengo prisa, amigos —respondió él—. Por un descuido mío, Dios ha
abandonado la catedral y su excelencia irá a rezar dentro de poco. ¿No me podrían
dar el suyo? Al fin y al cabo, ustedes están acompañados, no lo necesitan para
nada.

—Querido don Valentino —dijo el cabeza de familia—, me parece que ha
olvidado usted que hoy es Nochebuena. ¿Precisamente hoy deberían prescindir mis
hijos de Dios? Me sorprende usted, don Valentino.

Y en el mismo momento en que el hombre hablaba así, Dios se fue de la
habitación, las sonrisas dichosas desaparecieron y el capón asado parecía arena
entre los dientes.

Así pues, don Valentino volvió a ponerse en camino, en plena noche, por
las calles desiertas. Caminó y caminó y por fin lo volvió a ver. Había llegado
a las puertas de la ciudad y frente a él, en la oscuridad, se extendía la gran
campiña, ligeramente blanquecina por la nieve. Sobre los prados y las hileras de
moreras, ondeaba Dios, como si estuviera esperando. Don Valentino se postró.

—¿Pero qué hace, reverendo? —le preguntó un campesino—. ¿Quiere coger una
enfermedad con este frío?

—Mira allí arriba, hijo. ¿No ves nada?

El campesino miró sin extrañarse:

—Sí, es nuestro —dijo—. Todos los años viene a bendecir nuestros campos en
Nochebuena.

—Escucha —dijo el cura—. ¿No me podrías dar un poco? En la ciudad nos
hemos quedado sin él, incluso las iglesias están vacías. Déjame un poquito para
que el arzobispo pueda al menos pasar una Nochebuena en condiciones.

—¡Ni hablar, querido reverendo! ¡A saber qué repugnantes pecados han
cometido en su ciudad! ¡Es culpa de ustedes! Arréglenselas como puedan.

—Seguro que hemos pecado. ¿Pero quién no peca? Puedes salvar muchas almas,
hijo, sólo con decirme que sí.

—¡Bastante tengo con salvar la mía! —rió sarcásticamente el campesino, y
en el mismo momento en que lo decía, Dios se alzó de sus campos y desapareció
en la oscuridad.

Don Valentino se fue a buscar todavía más lejos. Dios parecía volverse
cada vez más escaso. Quienes poseían un poco no querían cederlo, y en el
preciso momento en que se negaban a compartirlo, Dios desaparecía, alejándose
cada vez más.

Entonces don Valentino llegó a los límites de un páramo enorme, al fondo del
cual, justo en el horizonte, resplandecía suavemente Dios, como una nube
alargada. El cura se postró en la nieve:

—¡Espérame, Señor! —suplicaba—. ¡Por mi culpa el arzobispo se ha quedado
solo, y esta noche es Nochebuena!

Pese a tener los pies helados, se echó a andar en medio de la niebla. Se
hundía hasta la rodilla y de vez en cuando caía al suelo cuan largo era.
¿Cuánto resistiría?

Hasta que oyó un coro de voces angélicas difuso y conmovedor y vio un rayo
de luz en medio de la niebla. Abrió una puertecita de madera: al otro lado
había una iglesia enorme y, en el centro, rodeado de algunas velas, se
encontraba un cura rezando. La iglesia estaba llena de paraíso.

—Hermano —gimió don Valentino al límite de sus fuerzas, helado—, tenga
piedad de mí. Por mi culpa, mi arzobispo se ha quedado solo y necesita a Dios.
Dame un poco, te lo ruego.

El hombre que estaba rezando se volvió lentamente. Y al reconocerlo,
Valentino se puso más pálido si cabe.

—Feliz Nochebuena, don Valentino —exclamó el arzobispo saliendo a su
encuentro, completamente rodeado de Dios—. Bendito muchacho, ¿dónde te habías
metido? ¿Se puede saber qué has ido a buscar en esta noche de perros?

Dino Buzzati. Cuento publicado por primera vez en el periódico Corriere della Sera
(25 de diciembre de 1946) con el título “Racconto di Natale”.