Diario de Cuarentena: Cuento de Navidad (Dino Buzzati)

El antiguo palacio arzobispal es tétrico y con ojivas, y sus muros rezuman
salitre. En las largas noches de invierno, vivir en él es un suplicio. La
catedral colindante es inmensa, se tardaría más de una vida en recorrerla por
completo, y en ella hay tal maraña de capillas y sacristías que, después de
siglos de abandono, aún quedan algunas prácticamente inexploradas. ¿Qué hará el
día de Nochebuena el descarnado arzobispo completamente solo, mientras la
ciudad entera está de fiesta? ¿Cómo logrará vencer la melancolía? —se pregunta
la gente—. Todos poseen algún consuelo: el niño tiene un tren y un Pinocho, su
hermanita una muñeca, la madre a sus hijos alrededor, el enfermo una nueva
esperanza, el viejo solterón a su compañero de libertinaje, el preso la voz de
otro preso en la celda contigua. ¿Qué hará el arzobispo? El diligente don
Valentino, secretario de su excelencia, sonreía al oír hablar así a la gente.
El día de Nochebuena el arzobispo tiene a Dios. Arrodillado totalmente solo en
medio de la catedral gélida y desierta, a primera vista podría inspirar pena,
pero ¡si la gente supiera! Totalmente solo no está, y tampoco tiene frío ni se
siente abandonado. En Nochebuena, Dios inunda el templo para el arzobispo, las
naves rebosan literalmente de él, hasta el punto de que las puertas apenas
pueden cerrarse. Y, aunque no hay estufas, hace tanto calor que las viejas
culebras blancas se despiertan en los sepulcros de los históricos abades y
suben por los respiraderos de los sótanos, asomando amablemente la cabeza por
los confesionarios.

Así es como estaba aquella noche la catedral: desbordante de Dios. Y
aunque sabía que no era tarea suya, don Valentino se entretenía, acaso con
demasiada voluntad, en preparar el reclinatorio del prelado. Los abetos, los
pavos y el champán no hacían ninguna falta. Ésa sí era una auténtica
Nochebuena. En estos pensamientos estaba, cuando oyó que llamaban a la puerta.
“¿Quién llamará a la puerta de la catedral el día de Nochebuena?”, se preguntó
don Valentino. “¿Acaso no han rezado todavía lo suficiente? ¿Qué mosca les
habrá picado?”. Pese a todo, fue a abrir y, junto a una ráfaga de viento, entró
un pobre harapiento.

—¡Cuánto Dios! —exclamó éste con una sonrisa, mirando a su alrededor—.
¡Qué maravilla! Se siente incluso desde fuera. Monseñor, ¿no me podría dejar un
poquito? Piense que es Nochebuena.

—Es de su excelencia el arzobispo —respondió el cura—. Lo necesitará
dentro de un par de horas. Su excelencia lleva ya la vida de un santo, ¡no
pretenderás que ahora renuncie también a Dios! Y además yo nunca he sido
monseñor.

—¿Ni un poquito, reverendo? ¡Hay tanto! ¡Su excelencia ni siquiera lo
notaría!

—Te he dicho que no… Puedes irte… La catedral está cerrada al público —y
despidió al mendigo con un billete de cinco liras.

Pero en cuanto el desdichado salió de la iglesia, Dios desapareció.
Asustado, don Valentino miró a su alrededor, escrutando las bóvedas tenebrosas:
tampoco estaba allí arriba. El espectacular aparato de columnas, estatuas,
baldaquinos, altares, catafalcos, candelabros y paños, normalmente tan
misterioso y poderoso, se había vuelto de repente inhospitalario y siniestro. Y
dentro de un par de horas el arzobispo bajaría.

Preocupado, don Valentino entreabrió una de las puertas que daban al
exterior y miró en la plaza. Nada. Tampoco allí fuera, pese a ser Nochebuena,
había rastro de Dios. De las mil ventanas encendidas llegaban ecos de risas, de
copas rotas, de músicas e incluso de blasfemias. Pero nada de campanas ni
cantos.

Don Valentino salió en plena noche y se fue por las calles profanas, entre
el estruendo de banquetes desenfrenados. Pero él sabía dónde debía ir. Cuando
entró en la casa, la familia estaba sentándose a la mesa. Todos se miraban
benévolamente entre sí y alrededor de ellos había un poco de Dios.

—Feliz Navidad, reverendo —dijo el cabeza de familia—. ¿Quiere sentarse?

—Tengo prisa, amigos —respondió él—. Por un descuido mío, Dios ha
abandonado la catedral y su excelencia irá a rezar dentro de poco. ¿No me podrían
dar el suyo? Al fin y al cabo, ustedes están acompañados, no lo necesitan para
nada.

—Querido don Valentino —dijo el cabeza de familia—, me parece que ha
olvidado usted que hoy es Nochebuena. ¿Precisamente hoy deberían prescindir mis
hijos de Dios? Me sorprende usted, don Valentino.

Y en el mismo momento en que el hombre hablaba así, Dios se fue de la
habitación, las sonrisas dichosas desaparecieron y el capón asado parecía arena
entre los dientes.

Así pues, don Valentino volvió a ponerse en camino, en plena noche, por
las calles desiertas. Caminó y caminó y por fin lo volvió a ver. Había llegado
a las puertas de la ciudad y frente a él, en la oscuridad, se extendía la gran
campiña, ligeramente blanquecina por la nieve. Sobre los prados y las hileras de
moreras, ondeaba Dios, como si estuviera esperando. Don Valentino se postró.

—¿Pero qué hace, reverendo? —le preguntó un campesino—. ¿Quiere coger una
enfermedad con este frío?

—Mira allí arriba, hijo. ¿No ves nada?

El campesino miró sin extrañarse:

—Sí, es nuestro —dijo—. Todos los años viene a bendecir nuestros campos en
Nochebuena.

—Escucha —dijo el cura—. ¿No me podrías dar un poco? En la ciudad nos
hemos quedado sin él, incluso las iglesias están vacías. Déjame un poquito para
que el arzobispo pueda al menos pasar una Nochebuena en condiciones.

—¡Ni hablar, querido reverendo! ¡A saber qué repugnantes pecados han
cometido en su ciudad! ¡Es culpa de ustedes! Arréglenselas como puedan.

—Seguro que hemos pecado. ¿Pero quién no peca? Puedes salvar muchas almas,
hijo, sólo con decirme que sí.

—¡Bastante tengo con salvar la mía! —rió sarcásticamente el campesino, y
en el mismo momento en que lo decía, Dios se alzó de sus campos y desapareció
en la oscuridad.

Don Valentino se fue a buscar todavía más lejos. Dios parecía volverse
cada vez más escaso. Quienes poseían un poco no querían cederlo, y en el
preciso momento en que se negaban a compartirlo, Dios desaparecía, alejándose
cada vez más.

Entonces don Valentino llegó a los límites de un páramo enorme, al fondo del
cual, justo en el horizonte, resplandecía suavemente Dios, como una nube
alargada. El cura se postró en la nieve:

—¡Espérame, Señor! —suplicaba—. ¡Por mi culpa el arzobispo se ha quedado
solo, y esta noche es Nochebuena!

Pese a tener los pies helados, se echó a andar en medio de la niebla. Se
hundía hasta la rodilla y de vez en cuando caía al suelo cuan largo era.
¿Cuánto resistiría?

Hasta que oyó un coro de voces angélicas difuso y conmovedor y vio un rayo
de luz en medio de la niebla. Abrió una puertecita de madera: al otro lado
había una iglesia enorme y, en el centro, rodeado de algunas velas, se
encontraba un cura rezando. La iglesia estaba llena de paraíso.

—Hermano —gimió don Valentino al límite de sus fuerzas, helado—, tenga
piedad de mí. Por mi culpa, mi arzobispo se ha quedado solo y necesita a Dios.
Dame un poco, te lo ruego.

El hombre que estaba rezando se volvió lentamente. Y al reconocerlo,
Valentino se puso más pálido si cabe.

—Feliz Nochebuena, don Valentino —exclamó el arzobispo saliendo a su
encuentro, completamente rodeado de Dios—. Bendito muchacho, ¿dónde te habías
metido? ¿Se puede saber qué has ido a buscar en esta noche de perros?

Dino Buzzati. Cuento publicado por primera vez en el periódico Corriere della Sera
(25 de diciembre de 1946) con el título “Racconto di Natale”.