Fantasmal

En la vida pretendemos saberlo todo, como si lo justo fuera realmente fehaciente y como si el bien o el mal pudieran despegarse uno del otro. Es que no podemos dejar de ser materialistas dialécticos obsesionados con categorizar todo, y como buenos proletarios nada nos resulta más temible que lo incomprensible del mundo. Damos tanto por sentado, que cuando algo nos trae de los pelos cuestionando la lógica nos damos cuenta de que la mayoría de las cosas por las que nos preocupamos pueden ser despreciadas. Otra cosa es hablar de fantasmas, en especial de los fantasmas tal como nos los pintaron en el siglo pasado.

Este pequeño cuadernillo violeta, sencillo, valioso, consta de dos cuentos sobre fantasmas. Esos que nos ponen a prueba, los que nos interpelan porque son simples como los textos, y así de inexorables.

Los fantasmas (del griego φάντασμα, «aparición»), en el folclore de muchas culturas, son supuestos espíritus o almas errantes de seres muertos (más raramente aún vivos) que se manifiestan entre los vivos de forma perceptible (por ejemplo; visual, a través de sonidos, aromas o desplazando objetos —poltergeist—), principalmente en lugares que frecuentaban en vida, o en asociación con sus personas cercana.

Pero esas definiciones no abarcan a los propios fantasmas, o a los que adquirimos con muebles, objetos, o elecciones.

El cuento de Anahí nos pone en juego el valor histórico (fantasmagórico) de nuestras cosas, para unir rutinas, para acompasar momentos. El de Maumy nos pone en el paralelo del doble plano, del espacio como espejo, de esa infinitud que aparece con el miedo, y con el peor de todos, que es el justificado.

No se pierdan estas historias que nos harán sentir el frío de presencias, que tal vez tengamos en nuestro entorno, sin reconocerlas.

Los cuentos de Anahí Flores y de Maumy González nos traen dos vidas, con todo lo que acarrean, que se vuelven fantasmales en el transcurso del relato, y lo que acontece es verosímil, tensiona, incomoda, y nos deja girando el rostro o intentando discernir un minúsculo sonido por varios días.

Al fin y al cabo, citando a Stephen King: Los monstruos son reales, y los fantasmas también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan.

La casa de los conejos

«En el momento en que no reconoces a tu propia madre, no hay más puntos de referencia. Nada está fijo y no hay nada a lo que aferrarse, ni siquiera el rostro materno»

Laura Alcoba

La casa de los conejos es una autobiografía ficcional que describe el silencio y el alerta continuo de una niña, hija de activistas en la guerrilla montonera, que tras ir de lo de sus abuelos a casas tomadas, en autos robados y después decaer preso el padre, pasa a la clandestinidad junto con su madre durante los violentos meses que anteceden al llamado «proceso de recuperación nacional». Se mudan a una casa donde se supone que se crían conejos, en la que funciona la imprenta del periódico de oposición «Evita Montera», sus padres eran periodistas del diario El Día hasta que debieron ocultarse por la militancia.

´Mi padre y mi madre esconden ahí arriba periódicos y armas, pero yo no debo decir nada. La gente no sabe que a nosotros, sólo a nosotros, nos han forzado a entrar en guerra. No lo entenderían. No por el momento, al menos´, dice la protagonista siendo una niña de apenas siete años. Es conmovedora la estoicidad que logra la autora en esta voz primordial para contar la historia. Lo mejor, a mi juicio, es la construcción del personaje, que a pesar de vivir en un mundo de adultos, en ocasiones siniestro, no pierde nunca la inocencia y la percepción mágica de la vida que todo niño tiene.

La prosa es simple, no deslumbra, pero el personaje está tan bien logrado que no necesita más. Laura Alcoba nos mete en la historia argentina vista con ojos de niña alerta, niña que debe mirar para atrás, que sabe que una mujer tejiendo en un auto es un peligro, que conoce la cárcel y sus abusos a través de la visita a su padre, que se relaciona con gente violenta y logra preservarse. No cae en lugares comunes ni en sentimentalismos. Nos cuenta, nos muestra, y fija constancia de lo que ella vivió de la etapa argentina del 1975 en adelante. Y nos deja llenos de preguntas. ¿Cómo obligar al silencio a tu propia hija? ¿Cómo pudo con tanta muerte esa niña? La autora no revela juicios, muestra hechos, los hechos de su vida.

Sin dudas es un relato de historia nacional, que sin pretenderlo, nos cuenta una historia que no comenzó en esa fecha, sino antes, tal vez en el 72/73 pero que pocos quieren recordar. Esta visión selectiva de la memoria no funciona así en La casa de los conejos, una novela de voz clara, directa, brutal, y que nos muestra un retazo de vida de la guerra desatada entre militantes y estado.

Las memorias de Laura Alcoba conforman el primer relato de una menor de padres militantes, nos cuenta la vida escondida en una casa de seguridad mientras el rostro de su madre, una que ya había cambiado su fisonomía, aparecía en avisos de «buscada«, esta niña tuvo que ser otra, con otro nombre a los siete años y debía cargar con el silencio y el miedo de que «todo» lo que ella dijera pudiera delatar a su madre y la podría ver asesinada. Ni aunque le claven clavitos en las rodillas hablaría, ni aunque la corten con pequeños vidrios ahí, no podía hablar. No podía decir.

Laura Alcoba exorciza a esa niña en la Casa de los Conejos, que es una lectura necesaria para comprender el horror, el miedo y la persecución a la que ella fue sometida . Y ella fue una de muchas.

La autora lo describe así: «Puede parecer extraño, pero para una niña en esa situación, estar escondida se convierte en parte de la vida cotidiana». «Ella aprende muy rápidamente que en invierno hace frío, el fuego arde y nos pueden matar en cualquier momento. Pero es abrumador para una niña pequeña debido a la seriedad de cualquier pequeño error que pueda hacer que pueda poner al grupo en peligro. No siempre maneja lo que se supone que debe decir y no decir. Es como si estuviera en un disfraz que es demasiado difícil de usar «

Diario de Cuarentena: Papá Noel duerme en casa por Samanta Schweblin

La navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la última vez que estuvimos todos juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un buen árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas. Venía en una caja de cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo creo que por eso ese año Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos los chicos tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla:

-Se la enviamos a Papá Noel -y le pasó el sobre.

El tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado de tanto trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró y dijo:

-Falta el código postal.

-Pero es para Papá Noel -dijo papá, y le sonrió, y le guiñó un ojo, se ve que para hacerse amigo, y el tipo dijo: -sin código postal no sale.

-Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal -dijo papá.

-Sin código postal no sale -dijo el tipo, y llamó al siguiente.

Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta salió.

Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no a Papá Noel. Además no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá, y las cosas salían bien entonces. Hasta que dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro. La vieron algunos médicos, papá siempre la acompañaba y yo me quedaba en la casa de Marcela, que es nuestra vecina. Pero mamá no mejoró. Dejó de haber ropa limpia, leche y cereales a la mañana, papá llegaba tarde a los lugares a los que debía llevarme, y después llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar. Cuando pedí explicaciones papá dijo que mamá no estaba enferma ni tenía cáncer ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado algo así pero él no era un hombre de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá simplemente había dejado de creer en las cosas, que eso era estar “deprimido”, y te quitaba las ganas de todo, y tardaba en irse. Mamá no iba más a trabajar ni se juntaba con amigas ni hablaba por teléfono con la abuela. Se sentaba con su bata frente al televisor, y hacía zapping toda la mañana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado de darle de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas. Había que combinarlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y después toda la tarta de verdura. La descongelaba en el microondas y se la alcanzaba en una bandeja, con el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:

-Gracias mi amor, no tomes frío -lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo que sucedía en el televisor.

A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era hermosa. Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá, pero después, cuando empezó a venir Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que esperaba solo debajo del árbol de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme, siempre llegaban tarde.

Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella en la casa de al lado, jugando al póquer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin él en la casa. Nos cruzábamos en el baño y entonces mamá decía:

-Cuidado mi amor, no tomes frío -y volvía frente al televisor.

Muchas tardes Marcela estaba en casa, eran las tardes en que cocinaba para nosotros y ordenaba un poco. No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella era su amiga se sentía en la obligación, porque la verdad es que no se la veía muy contenta. Un par de veces le apagó el televisor a mamá, se sentó frente a ella y le dijo:

-Irene, tenemos que hablar, esto no puede seguir así…

Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningún lado, que ella ya no podía seguir ocupándose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una decisión o terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al final Marcela terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza porque no había nada para cenar, y a mí la pizza me encanta.

Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de “creer en las cosas”, y que entonces estaba “deprimida”, y él quiso venir a ver cómo era. Hicimos algo muy feo que a veces me avergüenza: saltamos frente a ella un rato, mamá apenas nos esquivaba con la cabeza; después le hicimos un sombrero con papel de diario, se lo probamos de distintas maneras y se lo dejamos puesto toda la tarde, pero ella ni se movió. Le quité el sombrero antes de que llegue papá. Estaba seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me sentía mal de todos modos.

Después llegó navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles pero como era una noche especial me preparó además papas fritas. Papá le pidió a mamá que dejara el sillón y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta la mesa -Marcela la había preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos que usamos para las visitas-, la sentó en una de las cabeceras y se alejó unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla, supongo que pensó que podía funcionar, pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos ella se levantó y volvió a su sillón. Así que mudamos las cosas a la mesa ratonera del living y comimos ahí con ella. La tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una nota sobre un sitio de gente pobre que había recibido un montón de regalos y comida de gente de más plata, y entonces ahora estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba todo el tiempo el árbol de navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces mamá señaló el televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En la tele Papá Noel estaba sentado en el living de una casa, con una mano abrazaba a un chico sentado sobre sus piernas, y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto, y entonces la mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:

-…y cuando vuelvo del trabajo sólo quiero estar con mi familia -y un logo de café aparecía en la pantalla.

Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al cuarto, pero yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que le habla a mamá, pero nada iba a alejarme esa noche del árbol. Papá quiso apagar el televisor pero mamá empezó a luchar con él como una nena. Sonó el timbre y yo dije:

­-Es Papá Noel -y Marcela me dio una cachetada y entonces papá empezó a pelear con Marcela y mamá encendió otra vez el televisor pero Papá Noel ya no estaba en ningún canal. El timbre volvió a sonar y papa dijo:

-¿Quién mierda es?

Pensé que ojalá que no fuese el del correo porque volverían a pelear porque papá ya estaba de mal humor.

El timbre sonó otra vez muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó, fue hasta la puerta y cuando la abrió vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisión y se lo veía cansado, no podía mantenerse de pie y se apoyaba un momento de un lado de la puerta, otro momento del otro.

-¿Qué quiere? -dijo papá.

-Soy Papá Noel -dijo Papá Noel.

-Y yo soy Blanca Nieves -dijo papá y le cerró la puerta.

Entonces mamá se levantó, corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía estaba ahí, tratando de sostenerse, y lo abrazó. A papá le agarró un ataque:

-¿Éste es el tipo Irene? -le gritó a mamá, y empezó a decir malas palabras y a tratar de separarlos. Y mamá le dijo a Papá Noel:

-Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.

Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para atrás y quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba triste por lo que le estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba lo del auto, aunque por otro lado me alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.

Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan feliz con su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me pareció lógica. Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse en el piso, y le dio una mano para levantarse. Y entonces papá otra vez empezó a decirle de todo y mamá a gritar. Marcela decía cálmense, entremos, por favor, pero nadie la escuchaba. Papá Noel se llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba. Escupió a papá y papá le dijo:

-Maricón de mierda.

Y mamá le dijo a papá:

-Maricón serás vos hijo de puta, y también lo escupió. Le dio a Papá Noel la mano, lo hizo entrar a la casa, se lo llevó a su cuarto y se encerró.

Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta que yo todavía seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Sabía que no estaba en condiciones de discutir; me fui al cuarto sin navidad y sin regalo. Esperé acostado a que todo quedara en silencio, mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces de plástico de mi velador. No tendría mi auto a control remoto, eso era clarísimo, pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso me aseguraba un año mejor.

PD: Ojalá tengamos todos, un año mejor.

Diario de Cuarentena: No hay más tiempo

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

Y aquí nos encontramos, llenos de contagios de no sabemos bien qué, con ineficiencia científica y muertes rondando, perdiendo el tiempo. Nuestro único y valioso tiempo. Somos ese río, ese tigre y nos destrozamos, pero también somos el fuego. No podemos negar la esencia, aquello que nos construye y en este universo de desesperación y secreto, como país, nos estamos quedando sin tiempo.

Diario de Cuarentena: Basura

Esto del encierro me volvió mucho más ecológica y a vos? Me dí cuenta que generamos más basura de la necesaria, en la vida material y en la otra. Lo de la vida material es mucho más simple de enmendar, como todo lo que es materia. Pero la otra…

¿Te pusiste a pensar cuánta gente tóxica te rodea? ¿y por qué la aguantamos? Y sí, ya sé que parecemos Cuba y que intervinieron Vicentín para expropiarla y la mar en coche, pero creo que aunque no lo parezca están relacionados estos temas. Cuánto sarro estamos dispuestos a soportar en nuestra vida, sería la pregunta exacta. Y cuando digo sarro digo gente envidiosa, falsos profetas, amigos de ocasión, boludos de cabotaje que te desprecian porque sí, pseudo intelectuales que si los lijás un poco solo repiten lo que leyeron sin pensamiento propio. No hablo de los que opinan distinto y apasionados discuten ideas, esos me gustan, y mucho. Hablo del tipo resbaloso, tipo como humano tipo, sin género. Aclaro porque ahora hay que aclarar todo, y alargar así lo que puede ser simple.

Bueno, se me ocurrió que cepillemos en esta cuarentena (es una forma de llamarla) a toda la basura de nuestra vida, para limpiarnos por dentro. Ecologicemos nuestras emociones. Y entonces si le regalamos tiempo a alguien, tiempo de amor, de espera, de enojo, de charla, de ira, de ternura, de algún suspiro lleno de todas las sensaciones juntas; que sea a un ser que hayamos elegido. No a esos que se nos van colgando como sanguijuelas para chupar un poco de esencia.

Hoy te propongo una vida verde, liviana, sin cargas, sin habichuelas maliciosas, sin bifes inmerecidos, pero llena de un nuevo argot vital: desembasurémosno. ¿Te animás?

Diario de Cuarentena: Soy feliz

La mañana soleada invita a salir. Mi amor prepara mate y Nico duerme. La perra se despereza en el sillón del cuarto de estar. Me estiro y decido comenzar el día sonriendo. Pensando en la felicidad de estar vivos, en que en una de esas me dejan salir a caminar a la madrugada y a la noche plena en pleno invierno y en que tenemos suerte en vivir en una ciudad donde casi todo el mundo está fundido y me quedé sin trabajo pero no importa porque respiro.

Me lavo la cara con alegría, y canto Buen día día de Miguel Abuelo para ser feliz. Cepillo mis dientes con Odol y ahí soporto el primer golpe de la vida. Me acuerdo que tengo que hacerme implantes por 200000 pesos porque ninguna obra social o prepaga los cubre, y eso que estamos en el país con la mejor salud del mundo. Luego pienso que ahora no voy a poder hacerlos, no es momento y que aumentan en dólares. Decido entonces comenzar a ahorrar. Serían unos 2800 dólares, puedo ahorrar 200 por mes porque en el mejor y más libre país del mundo tenemos cepo cambiario, así que necesito unos 14 meses para lograrlo. Pienso que bueno, capaz en un año y pico no me duele la boca y lo logro, porque hoy me levanté optimista, pero luego recuerdo que no tengo trabajo y que en general me falta plata para llegar a fin de mes, porque aunque el nuevo Indec del país más justo del mundo dice que no hay inflación de una semana a otra el mismo pedido cuesta más, el seguro de la casa y el auto aumenta y la luz, gas, cable, etc. suben como cohetes. Ya se me empieza a borrar la sonrisa de Buen día día.

Mientras me tomo un mate, entro con mi notebook al diario y leo que hay que preguntarle a Axel, si podemos hacer algo en mi ciudad. Me pregunto para que votamos a los locales si lo van a decidir los gobernadores, pero decido seguir contenta, entonces busco con ahínco una buena noticia. Pero el presidente dice que todavía no llego el pico, casi 80 días después y que no sabe como va a seguir todo, pienso que el comité científico debe haber tardado en recibirse, para seguir positiva y digo bueno, no importa, vamos, adelante con la sonrisa. Decido ir a comprar el pan, no tengo permiso porque no soy chanta y como no trabajo y mi papá vive frente a mí no lo necesito, me pongo el barbijo con asco, y salgo. En la esquina de mi casa una mujer policía me dice dónde va, a comprar pan, respondo, tiene permiso de circulación pregunta, no pero voy a una cuadra. Y yo como lo sé, me dice, no lleva bolsa. Y qué tiene que ver le preguntó. Vuelva a su casa me responde. Volví porque hoy soy feliz. Le cuento a mi amor que me dice hubieras seguido de largo, no te va a matar. Y entonces pienso para que existen las normas y las leyes.

Entro, me tiro con la perra y como hoy soy feliz, tan feliz como una vaca, sonrío, sin implantes.

Diario de Cuarentena: Cicatrices

Los gritos de dos gasistas matriculados y un representante estatal me hicieron saltar de un sueño. Estaba contando mis cicatrices. Esas que adquirimos por vivir, teniendo como posible cura borrarlas. Pero me gustan, me encariño con ellas. La del golpe a los diez, el tajo contra la espina de la rosa a los once, la caída de la bicicleta yendo al parque y las cesáreas que dieron vida.

Pero están las otras, las que van quedando adentro. Amores perdidos, sueños rotos. Dos o tres proyectos embolsados para siempre y la espera de aquello que no va a llegar. Una injusticia mal curada, tres instintos fallidos, la bocanada de aire cuando la vida casi me ahogó. Un ataque de pánico y las cruces quebradas de fe,

SI Saer me leyera diría que con tanto orden en mi diario, interrumpo la psiquis, y tendría razón. Estoy leyendo su libro, tal vez por eso pienso en las cicatrices propias, porque con ese fluir que un autor tan inmenso propone entre las relaciones y el caos, entre varios mundos propios y la fuerza de su voz, no pude escaparme.

¿Cuántas cicatrices te definen? ¿Las contaste?, yo me las toco, rozo mi mano sobre esos cordones de carne usada y transito el recuerdo. Me atormenta la idea de que desaparezcan. Mis cicatrices son trazos de la historia que viví y me convierten. Son las estrías de auto conocerme, los puntos y aparte de amores, las multiplicaciones de mi dolor.

Como pueblo también tenemos cicatrices, algunas intocables. Otras que nos acompañarán siempre desde una distancia introspectiva social. Pero en este ahora, estamos generando una herida tan profunda, que me preocupa que no llegue a cicatrizar. Nos estamos partiendo en mil pedazos y tomando prestada la voz a Saer » los pedazos no se pueden juntar».

Diario de Cuarentena: Revolución

La Revolución estaba en marcha tras las palabras de Saavedra y la renuncia de Cisneros un veinte de mayo de 1810. La libertad y la independencia se acercaban. Recuerdo con mucha emoción la semana de mayo escolar, donde la patria, vestida de celeste y blanco nos engalanaba. Recuerdo llevar la bandera con el guardapolvo impecable y almidonado por mamá.

Hoy nos encuentra la fecha, tras sesenta días de confinamiento con todas nuestras libertades restringidas, el mundo convulsionado, hambre y poca posibilidad de independencia y futuro. Pero tal vez sirva vestir nuestras casas con los colores patrios, para despertar en nosotros un poco de la grandeza de otros tiempos, donde hasta al Virrey que se le pidió la renuncia se le aseguró salario e integridad. Nuestra Argentina esta necesitando líderes, hombres y mujeres de bien que intenten pensar en el futuro, dejar de quedarnos siempre en las cuestiones cotidianas, en las chicanas políticas, para proyectar. Para resolver desde el estado de justicia y la república la coyuntura complicada que venimos arrastrando.

Vienen tiempos difíciles, no podemos mirar al costado. Ponete la mano en el pecho y si sos juez, impartí justicia, si sos político, representá a tus votantes, si sos docente, educá en valores, si sos un simple ciudadano controlá. Nunca debemos olvidar que los que nos gobiernan son nuestros empleados, a quienes les pagamos para representarnos. No son nuestros padres ni nuestros amigos. Deben cumplir una tarea que es la de administrar la República, no ponerla en peligro. Embanderá tu corazón y pedí justicia, libertad y honor para todos los ciudadanos del pueblo argentino. Y en un mundo mentiroso, animate a decir tu verdad. ¡Viva la Patria!

Diario de cuarentena: pensamiento lateral

Anoche me quedé dormida en el living viendo la serie finlandesa Sorjonen, donde el pensamiento lateral de un investigador hace posible el análisis de los casos desde ángulos nuevos. A pesar de estar contracturada, amanecí con una tristeza maloliente. Esa que no te deja dudas de que estás en otra dimensión. Es que nuestro país, tan lineal que avergüenza, va y viene hace años entre monopolios políticos populistas que tienen el fracaso como único destino. Sería un análisis claro si no fuera el país en el que viven la mayoría de mis afectos, de las personas que hacen posible sostener mi equilibrio emocional. Y el de mis proyectos y logros, y el de mis padres, el que eligieron mis abuelos como pujante y productivo.

¿Te pusiste a pensar como nos convertimos en lo que somos hoy? ¿cuántos años de desidia, corrupción, dobles discursos y pérdida de valores nos llevaron hasta acá?

Lo que me queda claro es que así no se puede seguir. Pero depende de los ciudadanos. La indiferencia y la falta de compromiso hace que nos quejemos sin participar, pero también hay una porción participativa a la que no dejan acceder al poder porque no quieren cambios. No será una lucha fácil y va a ser desigual, pero los comunes, aquellos que trabajamos en forma independiente, a los que nos importa el prójimo, que somos capaces de creer en los valores, el esfuerzo y la capacitad de la producción propia y colectiva como factor de cambio, no podemos cejar en el intento y dejar nuestra futuro en manos sucias.

Te invito a buscar tu pensamiento lateral, ese que hila lo que fuiste recogiendo a lo largo de tu vida y por nuevas interacciones te permite la creatividad a la hora de resolver problemas. Pensemos sin miedo, sin estereotipos, sin trampas, pero actuemos. Y cuando actuemos, visualicemos por favor, un mundo con valores, donde la honestidad, no sea un sueño.

Diario de cuarentena : Otoño perdido

Nos perdimos el otoño, dijo Bere ayer por la tarde al pasar. Pero quedó en mí. Las verdades simples son las que se acuñan. Tanta contabilidad de la enfermedad y la muerte nos hizo olvidar de la estación colorida y nostálgica que nos llena de crujidos, aromas a eucalipto y roble viejo, preciosos dorados y rojos intensos. La estación de los soles sin pecado y la lenta muerte del verano. Nos quedamos sin otoño, para muchos no va a ser el último, pero nunca lo sabremos. Y éste, el otoño que estamos atravesando, que es brillante y cálido, con brisas amarillentas y sueños postergados, lo habremos perdido.

Queda un tiempo de otoño aún, pero toda esta cuestión pandémica y tensional, casi como un tango sin final, nos está haciendo olvidar del verdadero sentido de la vida, que es el presente. Porque la posibilidad de muerte nunca es ajena, la de enfermedad mucho menos, pero la vida….

¿Vos te perdiste el otoño? ¿querés seguir dejando de lado tu vida? ¿el miedo te atrapó? Te cuento que yo estoy en la mitad de esas preguntas, tal vez como casi todos, salvo los poderosos, que están haciendo uso de nuestro tiempo, nuestro miedo y nuestras vidas. Yo creo que siempre logré ver los otoños, incluso éste, y estoy entrando en mi propio otoño, entre plata y oro mi cabello, mi suerte y mi poesía. Pero para nuestros hijos es importante dejar un mensaje de libertad. De posibilidad de cambio y de proyectos. Hay que enseñarles a luchar contra las hegemonías culturales, y a pelear por las que ellos elijan como bandera. Pero es necesario que hoy peleemos por la libertad para no sentir que éste, es un otoño perdido.