
Publicado
el 28 agosto, 2020
PorGrupo La Verdad
La vida no es más que un tejido de hábitos.
Henri-Frédéric Amiel
Con asiduidad oímos hablar del «Tejido social», es una noción utilizada por todos los que se relacionan con el universo de lo político social, y parece de obvia definición, tanto que muy pocos se ocupan de precisar que significa.
Este vocablo, además, tiene a veces la tarea de explicar situaciones de pobreza, violencia o inseguridad que afectan a nuestro país, y es entonces que se puede oír: «el problema es la ruptura del tejido social». Tal metáfora merece repensarse. De qué hablamos cuando nos referimos al tejido social: ¿de un tejido, una tela, de nuestra propia piel? Sin embargo, el hecho de ser social la aleja de la simpleza para transformarse en trama, una que nos estructura como sociedad.
Este tejido social está compuesto por células latientes que nos conforman socialmente: la comunidad, las instituciones educativas, políticas, culturales, religiosas y fundamentalmente, la familia. «La noción de tejido social hace referencia a la configuración de vínculos sociales e institucionales que favorecen la cohesión y la reproducción de la vida social», dicen los investigadores del tema. Agrego aquí que, en este contexto que acontece la humanidad hoy, 2020, hay una crisis grave en tres indicadores que nos ayudan a ser una malla social: los vínculos sociales, la identidad y los acuerdos.
Los vínculos son más cercanos a nosotros, hablan de la relación entre las personas en las comunidades y las familias, hoy están limitados por cuestiones sanitarias aunque sean discutibles, y no es algo menor porque estos nudos familiares y afectivos son los que nos proporcionan cuidado y confianza, y nos dan el parámetro para que como sociedad logremos construir una ética del cuidado. La identidad, imprescindible y sostén de las sociedades, tiene que ver con los referentes de sentido, con aquellos aspectos simbólicos que nos dan sentido, como los ritos, las fiestas, la cultura cívica y las historias comunes. Esto también lleva más de 160 días de interrupción en nuestro país.
Y no deberíamos subestimarlos. Como sociedad nos construimos en nuestros usos y costumbres, en los derechos culturales, en la libertad religiosa, en los encuentros que afianzan la trama que nos identifica como parte de un todo. Los acuerdos, como cierre de esta trilogía que nos teje, tienen que ver con la participación en las decisiones colectivas, con las estructuras creadas para que la comunidad participe. Y aquí es donde estamos con las carencias al tope. No hay consenso. Se perdió en una vorágine descuidada de medidas de emergencia que no alcanzaron para salvarnos de nada y que, por el contrario, nos quitaron identidad. Las transformaciones sociales que venimos padeciendo, tales como encierro, imposibilidad de trabajar, con lo que eso conlleva, incertidumbre, miseria, algunas se han dado en los últimos meses y otras que venían desde los últimos 30 años, cuanto menos, otorgan una explicación verosímil a la crisis que estamos viviendo.
La primera de ellas puede resultar paradójica, porque tiene que ver con uno de los mejores logros de nuestra historia reciente, que fue la ruptura con regímenes dictatoriales que pisaban nuestros deseos y aspiraciones de estratificarnos como una sociedad democrática. El fin de un sistema de cacicazgos con botas fue maravilloso para la sociedad, pero no fue reemplazado por un sistema superador. La democracia argentina cae una y otra vez en sus vicios, el control clientelar o formas corruptas de control y presión sobre el trabajo y la producción genuina termina teniendo efectos que se suman a la crisis pandémica de hoy. Nos quedamos sin prácticas que generen pertenencia, las instituciones modernas no sustituyeron las del pasado con gestiones transparentes que dieran cohesión y sentido.
Y hoy, estamos otra vez llenos de controles que no obedecen siempre a la lógica de una sociedad que tiene valores, que aún aspira y pretende certezas para poder ligar sus células disgregadas y cargadas de negatividad. La otra paradoja es que, la modernidad y la globalización ha posibilitado el mayor acceso de la población a bienes y servicios, mejores condiciones materiales, mayor acceso a bienes industriales, pero esto no trajo por sí mismo un mejoramiento de los vínculos comunitarios y en general del tejido social, hasta ahora. Así es que vemos como, hoy, todo ese sentido social pasa por lo global, por la conexión a distancia, por cuestiones que parecían snob o de consumo y nos están ayudando a no desfallecer. Por supuesto que no reemplazan los abrazos y las multitudes sociales aunadas en una voz. Siempre consideramos al consumo como generador de conflicto, competencia, o causante de una disminución de la convivencia en el hogar ya que sus miembros se sumergen en redes tecnológicas, sin tener la protección de la verdadera red que es la solidaria.
Hoy nos abalanzamos a la tecnología para sobrevivir.
Pretendo marcar, para repensarnos, algunos puntos de contacto entre lo deseado y lo real. A nivel de identidad comunitaria, hay una carencia de relatos comunes, de espacios de encuentro, de la pérdida de la celebración y la fiesta comunitaria. Si esto lo notamos en una ciudad como la nuestra, y ya nos resulta un problema, en las grandes ciudades urbanas con crecimiento acelerado del virus que nos aqueja, más aumento de desocupación y pobreza, es mucho más grave: las colonias en las márgenes urbanas siempre se forman por desplazados de todas partes, y crecen como hitos aislados que tienen dificultad en construir su tejido. Los vecinos son personas que no comparten su historia, ni sus luchas; vecinos que pueden encontrarse fuera de ese ámbito sin reconocerse.
No es mi intención tener una definición sobre lo que nos aqueja socialmente, sobre la reconstrucción del tejido social, pero si tratar de ahondar a tiempo en la tarea de rescate de nuestra trama. Ahora que se habla tanto del tema, producto de la pandemia, podemos aprovechar los indicadores para revisar lo que estamos haciendo, al menos en Junín, respecto a diferentes parámetros que nos hablan de la necesidad urgente de reconstruir la identidad. Para ello, y a pesar del virus, o por él, debemos favorecer la construcción de nuevos relatos, de nuevas identidades, que pueden nacer de luchas comunes: por los parques, por el transporte, la seguridad, la lucha por espacios de trabajo, la recuperación y cuidado de espacios naturales, la re-vinculación con la tierra, el libre tránsito, la soberanía ciudadana.
No significa ignorar la pandemia, al contrario, hay que incorporarla a nuestras vidas para cuidarnos, con los procedimientos necesarios, pero no podemos perder nuestros referentes identitarios comunes, que no tienen por qué ser de culto o de fiesta, podemos buscar otras formas, ante la situación sanitaria, de festejar la vida: a través del arte, del deporte, y de las idiosincrasias propias de nuestra cultura.
Si hablamos de los vínculos, tenemos que prestar una atención especial a la movilidad. Algo rescato de esta cuarentena obligada y excesiva: las familias no deberían perder tantas horas por asistir a la escuela o el trabajo, y eso requiere reformas de gran escala en la planeación social, en lo referente a urbanismo y a educación. Pensemos, transformemos nuestro futuro.
Mientras tanto, veamos como cambiar los problemas estructurales en las ciudades y concentremos nuestros esfuerzos en los niños y jóvenes que perdieron en pocos meses la espontaneidad del contacto y la relación entre sus pares. Las nuevas tecnologías son un riesgo, y debemos estar atentos, pero también una oportunidad para tejer nuevos vínculos vecinales para el futuro: en torno a la seguridad, a grupos de autoayuda, a la recuperación de espacios naturales, a proyectos interprovinciales o internacionales en red.
Por último y tal vez lo más acuciante y difícil, hablemos de acuerdos. Sin dudas, nuestro sistema representativo, constituido por partidos políticos anquilosados ha contribuido a la ruptura del tejido social, pero no podemos prescindir de los partidos políticos ni de las formas de elección democráticas. Lo que podemos hacer, partiendo de auto diagnósticos comunitarios, con trabajos de campo, como ciudadanos, es crear agendas políticas necesarias. No vamos a reconstruir el tejido social repartiendo frazadas, alimentos o leche y mucho menos distribuyendo recursos en épocas electorales. Hay que apostar a la organización comunitaria y asistir, de ser necesario, las necesidades sentidas y priorizadas por la misma comunidad. Y aquí el fomentismo tiene un rol trascendental.
El de insistir y obligar al Estado y a los partidos a respetar las formas de representación comunitaria, sin utilizarlas con fines electorales para proyectar sistemas de planeamiento basados en la realidad social.
La pandemia nos puso cara a cara con nuestras miserias. La cuarentena descosió totalmente el tejido social. No sirve remendarlo. Hay que tejer nuevas formas de relación, y lo debemos hacer hoy mismo, a partir de los nuevos modelos que la sociedad va adoptando en una vida en constante cambio. De nosotros depende aprovechar como comunidad la crisis. No dejemos en mano de nadie el futuro de nuestros hijos. Construyamos de a poco, un crochet cerrado que nos contenga en los nuevos desafíos.