Anoche participé de un encuentro virtual poético donde todas las voces todas fueron posibles. Éramos poetas de diferentes puntos de Argentina y Chile. La voz fuerte de Marga Fuentes, una chilena que luchó contra injusticias y que escribe con la fiereza del que sabe de lucha, se hizo oír.
Pasamos por la magia cordobesa de Claudia Tejeda, la realeza poética cruda de Osvaldo Burgos, el entrañable canto poético de Ernesto Rojas, la sabia letra de Berenguer y Di Lernia, la ternura indescriptible de la voz de Ana Guillot y las poesías de Rubén Balseiro, Sonia Rabinovich y Ricardo Bocos.
Darío Lobato nos convocó e hizo posible que doce de nosotros, los locos del mundo, hiciéramos sin pausa, un encuentro plural. Darío le dio voz a la letra de María del Mar Estrella, y el sueño atrevido sobre la posibilidad de disentir y seguir unidos fue una realidad poética que nos convocó para quedarse.
Siento que hablo por todos, los que nombro y los que viajan en la nube poético tecnológica de hoy, cuando digo que fue posible la palabra como vínculo mágico que hilaba la maravilla de la diversidad. La cultura es eso, diversidad.
Sentí tanta emoción en la democratización poética que construimos anoche, que deseo compartir con vos mi sensación, Es posible, es posible, podemos unirnos como hermanos, los pueblos, los hombres y mujeres del mundo. Podemos oírnos y respetarnos, y en el camino que media entre pensamientos opuestos, hay un espacio para marchar juntos, incluso junto a los muertos que en verdad nunca mueren. La palabra, la literatura, la poesía en este caso, lo demostró el 28 de mayo de 2020.
Quiero dejar a uno de los poetas como registro, con el deseo de ser una caja de resonancia que replique la decisión de construir una unión plural.
EL RESPLANDOR de Osvaldo Burgos
Ella no pudo cerrar los ojos a la lluvia de fuego. Y allí donde una vez había existido
una ciudad, eligió detenerse.
Él sintió el Verbo de la urgencia quemándole las manos. Y cruzando el desierto
inapelable; desierto fue.
Tanto se imaginaron huyéndose hacia el otro, que llegaron a dudar de haberse
visto.
Tanto se vieron en el goce de la huida, que abrazaron la certeza de no reconocerse
más.
Un día, con el imperturbable paso de los siglos, descubrieron que nada podían
ofrendarse. Nada, salvo a sí mismos.
Entonces, Ella dijo: “que sea la luz”.
Y viendo que la luz era buena; Él hizo del azufre y de la niebla apenas un mal sueño.
Desde ese resplandor han transcurrido por innumerables nombres, por infinitas
lenguas, por inabarcables cuerpos.
El mundo, al fin y al cabo, sigue siendo lo que es. Entre una guerra y otra, ellos
siguen naciendo a la celebración de aquel abrazo interrumpido.
Y a salvo ya de todo sacrificio, por el momento exacto en que se entregan al
compartido rito de esperarse, son eternos.