Hienas

Hienas, del escritor chileno Eduardo Plaza, un libro directo, íntimo, sin golpes bajos, consta ocho cuentos con personajes vivencialmente claros, llenos de todo lo necesario para cachetear al lector y recordarla la vida. Tienen nostalgia, desarraigo, abandono, dejos de crueldad y por momentos indiferentes, que de un modo y otros los obligan a correr desaforados para evitar esos sentimientos que los marcan. Es un libro lleno de rastros. Podemos ver como el autor desde un lenguaje llano, con primeras personas, nos relata tortuosos recuerdos infantiles de los que estos protagonistas no pueden librarse. Y lo que debe olvidarse vuelve.

Plaza nos narra con recursos interesantes y diálogos perfectos los apuros y la inocencia de sus personajes. Todo fluye, porque no hay remilgos a la hora de presentar lo cotidiano, lo que les acontece cada día, aún cuando sea violencia el condimento periódico de esas vidas. Y nos quedamos ahí, abrumados por un tiempo freezado en las mentes perturbadas de todos los que se desnudan para mostrarnos como nos pueden atravesar los miedos, las culpas, los golpes. Cuan salvajes, como hienas doloridas, podemos llegar a ser.

Los relatos se territorializan en una región de la costa chilena, dentro de una pequeña ciudad portuaria en la que el avance social pasa por esas industrias multinacionales que llegan para abrazar la pobreza de los habitantes y ofrecer un respiro a la marginalidad. El primer cuento, “Teresa” hablas de la malicia inocente de niños abusando de un animal, las escenas son bestiales y nos dejan pasmados por la crueldad, pero no pretenden adjetivarla, la muestran. «Animales de compañía”, “A ti nadie te obliga” y “Hienas”, un cuento que se eleva para mostrar en plenitud la voz de Plaza, y que le da nombre y estructura a todo el libro, nos cuentan de la infancia quebrada, el abandono desolado de amigos de veranos o nos invitan a rever principios. “Federici cree ser emperador” deja clara la estructuralidad de la pobreza en Sudamérica, de la que se intenta salir, o al menos esconder, aunque los vestigios aparezcan como capas transversales y desgarradas, en las que el pobre no tiene arreglo y el que nace en cuna de oro tiene todo para crecer y sobresalir de la chatura reinante. El libro tiene una postura, quizá hasta política, como cuando dice: “(…), pero durante esos momentos a solas, yo podía, quizá por algunos minutos, mirar bajo esa pila de frases de catálogo de las que se deshacía para almorzar en la pobreza, abandonándose al resentimiento. Verlo comer solo era como verlo comer desnudo: se asomaban las cicatrices”, pero el autor no deja que esto se apodere de la verdadera historia, la privada, la personalísima, que apura al lector y lo engancha.

En “Carolina Fellay” y “Mariposa” el tiempo se quiebra para inquietar, el miedo resignado de una vida plana huele a pescado seco, y se vuelve espinosa como la vida de tantos pueblerinos que rodean al puerto y sus miserias. Puede resultar reiterada la continua alusión al rico y al pobre, inamovibles en sus jaulas, un rezongo que por momentos nos desvía de aquello que el Plaza mejor hace, que es narrar la infancia desde una adultez torturada.

Hienas nos invita a conocer un territorio, lleno de restos y recuerdos, que se narran para no cejar. Vidas dialogadas en tiempos que se escabullen, historias que no sabemos si tienen final. No hay lugar para héroes, cuando el abandono cala, cuando el escape es necesario, cuando hasta la historia que cuenta es cárcel. Dice en el cuento Hienas: “Los niños de la playa vivíamos siempre con ese destino precario: hacer amigos que desaparecían”, y con esa frase todo un atlas se abre paso al lector, lo invita a conocer los esqueletos mínimos de estas vidas que cuenta Eduardo Plaza, con un estilo cuidado, pero que sin dudas nos interpela.

Eduardo Plaza nació en La Serena, Chile, en 1982. Es narrador y periodista. Su libro de cuentos Hienas fue publicado por primera vez e la editorial Librosdementira, en 2016. Sus cuentos, muchos parte de este volumen, ponen en escena la intimidad, con climas muy bien logrados, dando voz a la infancia al mejor estilo Salinger, pero contando hechos, desprovistos de cualquier disfraz, dejando aparecer el desvanecimiento del amor, la rutina resignada, por ejemplo cuando dice: Preparaba un café, se duchaba, se tomaba el café tibio, conversábamos cinco o diez minutos por mensaje de texto, miraba televisión y se dormía antes de comerciales”; o también: “Según las clases de Ciencias, El Culebrón era un humedal de taguas, chorlos y huaraibos. Para nosotros solo era las canchas”.

Es que Plaza sabe que la vida, siempre, puede ser peor.

Amuleto

“Esta será una historia de terror. Será una historia policía, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz”

Así da inicio Bolaño a su novela, que transcurre en lo cotidiano hasta que, haciendo honor a su propia pluma, se eleva a lo irreal, a lo imposible, hasta vestirse de verdes que son visiones y pasados y futuros ciertos.

Muy Bolaño. Muy bueno.

Los diferentes episodios deshabitan las leyes de la causalidad narrativa para cumplir con el entramado simbólico que el autor propone, y que parece montado a una relajada temporalidad. Esta obra es una oda a la generación de jóvenes latinoamericanos sacrificados por dictaduras, no solo en el país que transcurre la historia, México, sino en el continente, y para ello sus protagonistas tiene diferentes nacionalidades..

Auxilio Lacouture es una musa alegórica y verdadera, amiga de la poesía y de los poetas, tal vez es ella la poesía misma y es quien nos cuenta. El texto tiene concretos significantes (las relaciones de la protagonista con los poetas españoles León Felipe y Pedro Garfias, con la poeta Lilian Serpas, amante del Che, con espacios de una oscura muestra de la homosexualidad de la época); pero son solo hitos donde apoyar otra historia, la que subyace, la que vuela, como cuando hace referenica a Orestes y Erígone, iluminando así fábulas de amor , venganza y muerte.

Los vínculos con su escritura anterior aparecen con Arturo Belano, uno de los dos detectives salvajes de su celebrada novela , y obsesiones que repite en sus obras. La clave de orientación que da en el párrafo inicial Bolaño se explica al final de obra con un crimen que nos queda demasiado tiempo sin llegar, pero todo el libro carga una poética histórica, existencial, tal vez la propia mochila del autor, que necesita exorcizar en este Amuleto.

“Desde el lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, mi nave del tiempo desde la que puedo observar todos los tiempos” anuncia Auxilio para contarnos que la cronología se rompe en la novela y une el episodio y las muertes que desde el baño de la facultad de Filosofía y Letras vive la protagonista en 1968 en México, hasta la onírica amistad con la muerta Remedios Varo.

La protagonista principal de esta obra es la noche de Tlateltoco. Bolaño reivindica así a las personas muertas en esa noche convirtiendo el canto de esos muertos en su amuleto. “Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer. Y ese canto es nuestro amuleto”.

No es el único autor en literatura hispanoamericana que ha tratado este tema. Elena Poniawtoska tiene titulada La noche de Tlateloco. Pero claro, Bolaño es Bolaño. Y es el autor que da nombre a mi sitio web, ese autor que une como nadie ficción y realidad, para encantarnos con su obra.

No les pienso adelantar más, porque quiero que lean Amuleto, que pasen por sus páginas anecdóticas y que se animen a continuar conociendo una historia, tal vez autobiográfica de este latinoamericano chileno, que en sus obras, se volvió sueño universal.

Diario de Cuarentena: Es posible

Anoche participé de un encuentro virtual poético donde todas las voces todas fueron posibles. Éramos poetas de diferentes puntos de Argentina y Chile. La voz fuerte de Marga Fuentes, una chilena que luchó contra injusticias y que escribe con la fiereza del que sabe de lucha, se hizo oír.

Pasamos por la magia cordobesa de Claudia Tejeda, la realeza poética cruda de Osvaldo Burgos, el entrañable canto poético de Ernesto Rojas, la sabia letra de Berenguer y Di Lernia, la ternura indescriptible de la voz de Ana Guillot y las poesías de Rubén Balseiro, Sonia Rabinovich y Ricardo Bocos.

Darío Lobato nos convocó e hizo posible que doce de nosotros, los locos del mundo, hiciéramos sin pausa, un encuentro plural. Darío le dio voz a la letra de María del Mar Estrella, y el sueño atrevido sobre la posibilidad de disentir y seguir unidos fue una realidad poética que nos convocó para quedarse.

Siento que hablo por todos, los que nombro y los que viajan en la nube poético tecnológica de hoy, cuando digo que fue posible la palabra como vínculo mágico que hilaba la maravilla de la diversidad. La cultura es eso, diversidad.

Sentí tanta emoción en la democratización poética que construimos anoche, que deseo compartir con vos mi sensación, Es posible, es posible, podemos unirnos como hermanos, los pueblos, los hombres y mujeres del mundo. Podemos oírnos y respetarnos, y en el camino que media entre pensamientos opuestos, hay un espacio para marchar juntos, incluso junto a los muertos que en verdad nunca mueren. La palabra, la literatura, la poesía en este caso, lo demostró el 28 de mayo de 2020.

Quiero dejar a uno de los poetas como registro, con el deseo de ser una caja de resonancia que replique la decisión de construir una unión plural.

EL RESPLANDOR de Osvaldo Burgos
Ella no pudo cerrar los ojos a la lluvia de fuego. Y allí donde una vez había existido
una ciudad, eligió detenerse.
Él sintió el Verbo de la urgencia quemándole las manos. Y cruzando el desierto
inapelable; desierto fue.
Tanto se imaginaron huyéndose hacia el otro, que llegaron a dudar de haberse
visto.
Tanto se vieron en el goce de la huida, que abrazaron la certeza de no reconocerse
más.
Un día, con el imperturbable paso de los siglos, descubrieron que nada podían
ofrendarse. Nada, salvo a sí mismos.
Entonces, Ella dijo: “que sea la luz”.
Y viendo que la luz era buena; Él hizo del azufre y de la niebla apenas un mal sueño.
Desde ese resplandor han transcurrido por innumerables nombres, por infinitas
lenguas, por inabarcables cuerpos.
El mundo, al fin y al cabo, sigue siendo lo que es. Entre una guerra y otra, ellos
siguen naciendo a la celebración de aquel abrazo interrumpido.
Y a salvo ya de todo sacrificio, por el momento exacto en que se entregan al
compartido rito de esperarse, son eternos.