“La primera mentira que Julio le dijo a Emilia fue que había leído a Marcel Proust. No solía mentir sobre sus lecturas, pero aquella segunda noche, cuando ambos sabían que comenzaba algo, y que ese algo, durara lo que durara, iba a ser algo importante, aquella noche Julio impostó la voz y fingió intimidad, y dijo que sí, que había leído a Proust, a los diecisiete años, un verano, en Quintero. Ya nadie de la familia veraneaba ahí, ni siquiera los padres de Julio, que se habían conocido en la playa de El Durazno, iban a Quintero, un balneario bello pero ahora invadido por el lumpen, donde Julio, a los diecisiete, se consiguió la casa de sus abuelos para encerrarse a leer En busca del tiempo perdido. Era mentira, desde luego: había ido a Quintero aquel verano, y había leído mucho, pero a Jack Kerouac, a Heinrich Boll, a Vladimir Nabokov, a Truman Capote y a Enrique Lihn, no a Marcel Proust. Esa misma noche Emilia le mintió por primera vez a Julio, y la mentira fue, también, que había leído a Marcel Proust. En un comienzo se limitó a asentir: Yo también leí a Proust. Pero luego hubo una pausa larga de silencio, que no era un silencio incómodo sino expectante, de manera que Emilia tuvo que completar el relato: fue el año pasado, recién, me demoré unos cinco meses, andaba atareada, como sabes, con los ramos de la universidad. Pero me propuse leer los siete tomos y la verdad es que ésos fueron los meses más importantes de mi vida como lectora. Usó esa expresión: mi vida como lectora, dijo que aquéllos habían sido, sin duda, los meses más importantes de su vida como lectora. En la historia de Emilia y Julio, en todo caso, hay más omisiones que mentiras, y menos omisiones que verdades, verdades de esas que se llaman absolutas y que suelen ser incómodas. Con el tiempo, que no fue mucho pero fue bastante, se confidenciaron sus menos públicos deseos y aspiraciones, sus sentimientos fuera de proporción, sus breves y exageradas vidas. Julio le confió a Emilia asuntos que sólo debería haber conocido el psicólogo de Julio, y Emilia, a su vez, convirtió a Julio en una especie de cómplice retroactivo de cada una de las decisiones que había tomado a lo largo de su vida. Aquella vez, por ejemplo, cuando decidió que odiaba a su madre, a los catorce años: Julio la escuchó atentamente y opinó que sí, que Emilia, a los catorce años, había decidido bien, que no había otra decisión posible, que él habría hecho lo mismo, y, por cierto, que si entonces, a los catorce, hubieran estado juntos, de seguro que él la habría apoyado. La de Emilia y Julio fue una relación plagada de verdades, de revelaciones íntimas que constituyeron rápidamente una complicidad que ellos quisieron entender como definitiva. Ésta es, entonces, una historia liviana que se pone pesada. Ésta es la historia de dos estudiantes aficionados a la verdad, a dispersar frases que parecen verdaderas, a fumar cigarros eternos, y a encerrarse en la violenta complacencia de los que se creen mejores, más puros que el resto, que ese grupo inmenso y despreciable que se llama ´el resto´. Rápidamente aprendieron a leer lo mismo, a pensar parecido, y a disimular las diferencias. Muy pronto conformaron una vanidosa intimidad. Al menos por aquel tiempo, Julio y Emilia consiguieron fundirse en una especie de bulto. Fueron, en suma, felices. De eso no cabe duda”.
Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) ha publicado los libros de poesía Bahía inútil (1998) y Mudanza (2003), el inclasificable volumen Facsímil (2015) y las novelas Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007), Formas de volver a casa (2011), Poeta chileno (2020), el libro de relatos Mis documentos (2013) y las recopilaciones de crónicas y ensayos No leer (2018) y Tema libre (2019). Sus novelas han sido traducidas a veinte idiomas y relatos suyos han aparecido en revistas como The New Yorker, Ther Paris Review, Granta, Tin House, Harper´s y McSweeney´s. Ha recibido, entre otras distinciones, el English Pen Award, por la edición inglesa de Formas de volver a casa, y el Premio Príncipe de Claus, en Holanda, por el conjunto de su obra. Actualmente, vive en la Ciudad de México.
Bonsái, del escritor chileno Alejandro Zambra, publicada en 2006 es una novela que no voy a cansarme de recomendar. Precisa, mínima y grandiosa, tiene todo para ser una obra a la que recurrir cuando se necesite leer algo inspirador, bien construido, inquietante.
Julio, el protagonista de esta novela corta, con los años, se va concientizando de que es preferible quedarse encerrado en su habitación viendo crecer su bonsai que tratar de exitir en el mundo de la literatura. Toda la novela del autor chileno es sobrecogedora, nos deja en un hilo tibio entre lo terrible y lo cotidiano, pensando en la simulación vital que sostenemos para no morir: “Al final ella muere y él se queda solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura”.
El amor y la muerte, los grandes temas de la literatura, los que son sustancia y alimento, están en Bonsai, una novela joven, de jóvenes que se pierden en ideales precoces. Julio y Emilia pertenecen al ámbito universitario, pretenden ser lectores de Proust, y descubren que leer mejora su sexo por lo que antes del amor, leen, piensan, discuten y sienten. La prosa de Alejandro Zambra es tan categórica que nos deja boquiabiertos ante una historia sin dobleces y llena de profundidades. La historia de Julio y Emilia, parodia mordazmente las parejas literarias, y las reales, esta novela que hace honor a su nombre, y que nace con un hecho autobiográfico del autor (cuido un bonsai regalado por amigos) trata sobre el amor, pero lo pone en duda, lo cuestiona, lo vuelve necesariamente motor de cambio. Sino, ¿para qué?.
No esperen que les llegue su bonsai, compren la novela.