Las presiones suben, en todo sentido. Las físicas, la tensión arterial, la económica, la social. Pero hay que cultivar la paciencia. ¡Ojo! no la transformemos en sinónimo de mansedumbre o conformidad. Es un día perfecto, diría Manuel Moretti, sol de otoño cálido aún, y el aire que golpea rostros sin castigarlos. Trinos y algunas voces vecinas me cuentan que la vida sigue.
Se oye el llanto de un niño. Un niño que no tiene paciencia.En ésta generación líquida, donde lo inmediato es necesario, es un bien en extinción la paciencia. La espera. Tal vez ahí resida el aprendizaje. Los que tenemos algunos años, sabemos de paciencia. De ardua labor antes de llegar a un logro. De tiempos de siesta donde sólo esperábamos que pase. Y en ese lapso, a veces eterno, todo era posible.
La historia contada, la soga y sus mil saltos, el elástico, las payanas. Un libro robado de color azul, los tacos de plástico y la linterna con la que practicábamos un código morse propio. De patio a patio.
Hoy los chicos con suerte tiene patio. Ya no hay vereda. Y confinados a la familia, padres e hijos aprenden. A veces lo inmediato no es eficaz, a veces lo eficaz lleva tiempo. Pero nunca estamos dispuesto a la espera. No somos pacientes. Hoy nos piden una paciencia que nunca se promovió. Tal vez la revolución consista en encontrar un equilibrio, entre lo que ordenan y el deseo, para no quedarnos paralizados en el devenir de una vida cada vez menos nuestra.
Con paciencia, voy a intentar llevar la mañana hasta la tarde, y en un cóctel de esperanza, premonición y fastidio, anochecer con él, otra vez, como en los últimos treinta años.