Me desperté contracturada, como si mi cuello intentara resolver la economía, mi espalda fuera el FMI y cada vértebra un acreedor de Vicentín. Es que cuando te duele tu patria, las heridas no pasan solamente por vos. En lo últimos días, ya llegando a un centenar en confinamiento, se me escapa solo el pensamiento y no refleja siempre lo que deseo.
Estoy angustiada por lo que veo, por la barbarie de las medidas y la desazón de los que están perdiendo todo. Por supuesto que me preocupan los que enferman. La diferencia es que un virus es algo inevitable. La debacle económica es una elección. Tal vez es hora de que los argentinos nos lamamos las heridas, unos a otros, para poder crecer. Porque en la vorágine discursiva siempre quedamos colgados de la política inescrupulosa constructora de pobreza. Me da mucha impresión la ceguera de la democracia argentina. Nunca valoran lo que de verdad nos definiría como una potencia, es más, lo castigan. Empecinados una y otra vez en crear una falsa conciencia de clase con falsas premisas vestidas de pueblo. Pero no nos confundamos, el progresismo en américa solo trajo hambre, y no hay dignidad en la miseria. Ni oportunidades. Parece que hablar de calidad, mérito, esfuerzo, trabajo independiente, libertad fueran cuestiones locas. Sin embargo lo loco es continuar con un asistencialismo insostenible que nos vas a llevar al fracaso sin límites.
La búsqueda debería ser superadora, y que éste virus y éste momento histórico sean solo un puño que interrumpe el tronco en desarrollo de nuestra sociedad, para que únicamente en ese punto de nuestro tiempo homérico dejemos de crecer. Y de una vez por todas, aprendamos.