Mientras en la olla se olía hervir papas y batatas, el microondas cocinaba calabazas naranjas y una pequeña vela oraba por su padre muerto, Cata intentaba meditar para salvarse.
El cansancio por el día a día no facilitaba el intento, pero le permitía pensar en su búsqueda. Salud principalmente, pero ni siquiera eso lo buscaba para ella. Pensaba siempre: “Dios, dame salud para criar a mis hijos, aún tienen 12 y 18 años”.
No la quería para viajar, divertirse, hacer el amor, divorciarse, buscar un nuevo desafío, crear una fundación. Nada. Cata había perdido el deseo, no había algo propio, ella vivía para…
Para Martín y sus viajes que la desarmonizaban. Para Nadia, sus tareas, deportes y rutinas, para responder todas las preguntas con paciencia infinita (aunque alguna vez se irritaba).
Para Pablo y sus planteos, su necesidad de crecer, gritando desaforadamente pensando que así lo lograba. Para su madre viuda, que la requería a diario, que le informaba sus tristezas casi con regocijo, que hacía de ella una madre, una esposa, hasta una amiga, sin considerar su orfandad. Para sus tíos que reclamaban atención y mimos, para accionar socialmente, para oír, calmar, ayudar, buscar, traer, bañar, alimentar y limpiar.
¿Dónde se escondió el sueño de libertad que la poseía? Cuando el cabello volaba sin tener que pedir permiso, y las puestas en escena se usaban para lograr cometidos.
Una noche en especial, Cata sintió que la vida le corría por dentro, agitada y doliente, peleando por derechos en la explanada de la facu, rogando que sí, que la maten esos milicos de mierda, que la transformen en mártir, llena de sangre y sudor con el cartel en la mano. Ahí quedo todo.
Porque la vida se encarga de descascararnos y llenarnos de sinsentidos cotidianos que nos muelen. Cata era molienda.
—¡Señora! —se oyó.
—Hola, José, tratá de no cortarme los plantines esta vez.
José era el hijo de Juana, la señora que ayudaba a Cata, un chico de unos veintiséis años, ruliento y maloliente, que arreglaba los patios del barrio. “Poco seso y mucho músculo”,
pensó Cata. Pero en seguida subió su mano y se acomodó la trenza cosida.
Mientras movía cosas en la mesada, Cata comenzó a sentirse joven y darse cuenta que tenía curvas, y que su ropa maternal no impedía nada. No prohibía nada. Ofreció mate para pasar el rato, y en el momento en que cebó noto la suave mano de José sobre la suya.
Y pasó. Ya en la cama, los cuerpos se atraparon en un concierto de tierra y piel, para gritar juntos la ignominia de lo cotidiano y revolucionar lo propio. Cuerpos sin mente. Solo momentos. Que se pudren si se continúan. Que se llaman así.
Un acertijo de pieles que pudieron y se atrevieron. El olor y el hervor eran justos. Pecadores.
Y así Cata comprendió que la salud la necesitaba ella, que el día seguía igual si no lo modificaba y que los sueños de cambios los llevaba dentro, apretados en la uña del dedo meñique que nunca quedaba bien pintada.
La cama revuelta era la revolución. La suerte echada. La potencia del ser. Una patada a lo cotidiano. Insolencia. Desgarro. Y privacidad. Privacidad, lo que más extrañaba de aquella Cata sola.
—Señora, el mate —oyó a lo lejos.
—Gracias —dijo—. ¿Tomás otro?
—No, deje, se me hace tarde.
Cata tomó el mate, caminó hacia la cocina, se paró frente a la mesada, las ollas seguían hirviendo, metió un dedo en la de las calabazas y lo chupó. “Sí —pensó sonriendo—, el agua está salada”.
Cuento que pertenece a Una más Una, publicado en 2017 por Editorial Rama Negra, que relata 22 historias de mujeres diversas y únicas, con sus grises y sus deseos, algunos postergados por la violencia ajena.