“El miedo seguía ahí como una comadreja adentro de su cueva, podía ver los ojitos brillosos en la oscuridad.”
Selva Almada
El viento que arrasa es una novela que convierte los silencios en prosa, la escritora Selva Almada (1973), propone en esta obra breve, un ejercicio contra la indiferencia. El vacío se vuelve más que hueco, y así son los personajes que nos trae, estos cuatro cuerpos llenos de desdicha. La trama, un accidente casual y un mecánico en medio de la nada, reúne las almas en ese paraje. No desean hallarse, lo fortuido o lo divino, los dejan allí, enredados en las circunstancias que marcarán un nuevo orden para ellos.
Almada pone el ojo ficcional en las oposiciones para crear un mundo narrativo con su prosa. Y nos va arrasando con cada uno de estos seres solos que ahora se reflejan en otros: Tapioca y Leni, apenas creciendo, el Reverendo Pearson y el Grinco Brauer, padres a la fuerza, las madres, que están a pesar de la ausencia y se respiran, adquieren un peso extraño, son éter y voz en off.
Selva Almada nos cuenta momentos con una poética austera y sin atajos, son distintos, son puntuales. Escenas en el taller, en otro mundo afuera de ese, y el mágico momento de la lluvia redentora. La fé pulula en el paisaje, en los animales, juega con los tiempos pretéritos y viene al ahora para decirnos que tal vez no existe. No son casuales los golpes sobre el final, esos hombres están en puja contra lo natural y lo celestial.
Los hijos, Tapioca y Leni viven sin madres, las santifican, pero esa falta los talla en forma diferente. Leni acepta lo suyo, se amolda, aprendió a convivir con el Reverendo y sus bemoles. Tapioca, por su parte, agradece que lo recogiera Brauer pero necesita más, quiere irse. Tal vez busca a su madre en ese afuera del taller perdido en que lo dejó, y la urgencia religiosa de Pearson le viene desde el cielo como excusa. Leni juega a quedarse, florea la posibilidad pero no es su voluntad, Tapioca parte. Ella se consuela, él se atreve, una de las oposicones en la novela. Se oponen la resignación de ella frente a la osadía de él.
El mecánico asume a Tapioca y lo educa como hijo. No cuestiona a la madre. Se hace cargo de él aún ante la duda. Simple y abierto. El Reverendo, por su parte, vuelve a Leni su reflejo, la pretende moldear a imagen y semejanza . Pero conoce a Tapioca, lo quiere llevar más allá del otro padre, más allá del mismo Tapioca, este supuesto hombre de fé dejó de ser empático y se volvió autoritario, quiere posesiones. El mecánico, más básico y sincero asume su suerte. Dos hombres, dos mundos. Un fanático religioso, hipócrita, miente y se vuelve viudo para dar lástima; Pearson, un pastor indigno que propina sermones interminables pero es incapaz de un diálogo intra familiar. El grindo rudo, no tiene matices. Todo su creer está en la naturaleza, ahí ve a su Dios y lo comparte con su hijo. Las madres son el silencio, de ambas se ven dos escenas y se sabe poco, una deja a su hijo, la otra es echada.
El viento que arrasa transcurre en el taller y lo que está fuera de él; Brauer vive aislado. La autora deja claro el concepto de exclusión de uno y otro espacio. El taller es el basurero de las cosas que usaron en ese afuera que es incógnita, y que aterra y regocija a la vez. Está en el campo, pero falta aire, como si fuera la memoria de la vida que otros perdieron..
“El paisaje era desolador. Cada tanto un árbol negro y torcido, de follaje irregular, sobre el que se posaba algún pájaro que parecía embalsamado de tan quieto.”
Pesa el aire, pesa y duele hasta la tormenta. La lluvia obliga a los personajes a unirse por refugio, entran, interaccionan, todo se vuelve sombra, encierro y vicio. Los padres dejan de ser solo eso, el Reverendo y el mecánico se miden, y llueve, cae agua del cielo, que no es detalle menor, naturaleza y creencia se manifiestan. El Gringo Brauer, vuelve a quedar solo.
Para contar esta historia, Almada utiliza al mundo animal y llena las páginas de comparaciones, metáforas e idas y vueltas entre hombres y animales, lo hace de maravillas. Nos sitúa y nos afecta su decir. Utiliza un narrador omnisciente, en tercera persona. Pero cada uno de los cuatro personajes tiene una voz propia, pensada, elaborada con paciencia constructiva. Su lenguaje claro, permite identificarlos. Selva Almada se vuelve poética sobre el final, para hacernos oler su historia a través de un perro y todo el tiempo va dejando huella porque es muy eficaz en la construcción de momentos narrativos claves.
Una muy buena novela, gran novela, diría. Para cerrar dejo a la autora con su propio texto:
“Por alguna razón no seguí mirando por encima del nudo si no que volví a los hombros, relajados, los brazos laxos, los puños de la camisa, con sus gemelos de brillantes, cayendo sobre las manos venosas.”
No se la pierdan.