Hoy me dejaron encerrada en casa. Sí. Encerrada, se llevaron las llaves, yo estaba encerrada en mi cuarto cursando mi posgrado en gestión y comunicación online, y cuando sonó el portero, que en estos momentos de pandemia, seguro es un cobrador, porque parece que para ellos no hay cuarentena, noté que no podía salir de casa. Claro que siempre está la opción de subirme al sillón, abrir el ventanal, salir toda arañada, treparme a las rejas y quebrarme algo. Pero elegí gritar desde la puerta que me estaba encerrada. La mujer cobradora me miraba sin creerme, como diciendo, vieja, sabés la cantidad de bolazos que me como. Y yo subí mis hombros diciendo, si querés creeme y sino no.
Tras esta escena llamo a mi amor de muchos años y le digo, me dejaste encerrada, y el me dice que hable con mi hijo que jugó en la play hasta la madrugada y duerme en su búnker privado delante de casa, otrora estudio de su madre. Dicho esto, me corta.
Y me siento en pijamas de corazones en el cuarto de estar tras pegar un portazo y encerrarme en él, tratando de decidir si me enojo, si lloro o si río. No hago nada. Es que esto del encierro no es poca cosa. Terminamos tan cara a cara con nuestras miserias. Personales, familiares y sociales, que no queda otra que cultivar la paciencia. Sí. Paciencia. Esa que tiene significados extremos, desde ser la actitud que lleva al ser humano a poder soportar contratiempos y dificultades para conseguir algún bien hasta el chiste sincero que dice que es el arte de tratar con amor y tranquilidad a un pelotudo.
Como sea, voy a cultivar mi paciencia todo el día, con resultado incierto, es especial ahora, que acabo de ver los diarios. Dios, cualquiera sea, nos guarde.