La autoficción en la literatura contemporánea y los límites entre ficción y realidad

Por Soledad Vignolo

Pensar la autoficción en el mundo presente, globalizado, poblado de relatos en donde la línea entre la vida personal y la narrativa se desvanece cada vez más, es un gran desafío, que también corre los límites del análisis porque la autoficción surge como una de las formas literarias más interesantes y desafiantes de la actualidad. El campo en el que se mueve es uno donde el autor, en un acto de abstracción, se constituye como protagonista y narrador de su historia, mientras trama una ficción que cuestiona la propia escritura y desdibuja el borde entre la realidad y la invención. La autoficción reta las convenciones narrativas tradicionales, y nos confronta con reveladoras reflexiones sobre la identidad, la memoria y la dependencia del escritor con su pasado.

La autoficción y el mundo literario
El concepto de autoficción, si bien en las últimas décadas se tornó protagónico, se remite a la historia misma de la literatura. Marcel Schwob, joven y simbólico, quien a inicios del siglo XX exploró la forma en que la historia personal se convierte en un estilo de narración artística o testimonial, anticipó, pese a su breve existencia, muchas de las cuestiones que hoy relacionamos con la autoficción. Pero fue en la segunda mitad de ese siglo, cuando el término autoficción empezó a tomar su significado actual, con escritores como Marguerite Duras (sus novelas, «El amante» y «Un dique contra el Pacífico», se pueden leer como relatos autobiográficos, pero siempre con la libertad narrativa propia de la ficción.), Annie Ernaux, Karl Ove Knausgård, Elena Ferrante, Eduardo Halfon, y el caso de los escritores latinoamericanos Roberto Bolaño, quien jugaba con los límites de la autoficción sin dejarse etiquetar y Juan José Saer, que negaba la autoficción pero, sin embargo, indagó con profunda persistencia, en las confesiones y autobiografías escritas en primera persona para reflejar la complejidad del ser y del relato.La autoficción como género se fortaleció con autores como Hervé Guibert, quien en libros como La mort propagande reveló un diario íntimo que entramaba elementos ficcionales, y por supuesto con el formidable trabajo de Emmanuel Carrère, considerado uno de los mayores exponentes de esta tendencia en la actualidad. En su libro La muerte de AC (2013), Carrère se inserta en los hechos, en su propia historia, y en la historia del protagonista, y establece una fusión que revela cómo la vida y la escritura se enlazan con fruición. En «El hermano pequeño» el autor narra: «Yo soy mi propia hipótesis, mi propia incógnita. Cada historia que cuento es también la historia de un yo que se construye y se deconstruye en la narración.»
Jorge Luis Borges abordó la idea de la autoficción con cautela. Aunque no desarrolló un concepto específico y elaborado de la autoficción como hoy la entendemos, sí expresó su interés por la relación entre el yo, la ficción y la conceptualización literaria del yo. Borges ponía en valor la idea de que toda escritura, de alguna forma, refleja al autor, a sus pensamientos, memorias y fantasías. Lo hizo al destacar cómo los autores usaban la ficción para examinar su propia identidad y experiencia, pero siempre sin enredarse con ella. Borges, en sus ensayos y ficciones, resaltaba el contorno borroso entre realidad y ficción, y sugería que toda creación es, de algún modo, autorreflexiva. Por ejemplo, en sus ensayos, Borges menciona que no hay discrepancia entre su vida y su obra, un juicio que lo vincula con las ideas próximas a la autoficción, aunque él nunca usó ese término ni la conceptualizó. Cuando Borges dice «Mi infancia fue la infancia del Universo», deja vislumbrar que mezclaba su historia personal con un sentido universal, casi una variedad propia de autoficción poética y filosófica.

La autoficción y la construcción de la identidad
Escribir autoficción puede verse como una construcción identitaria, un mero intento por entender quiénes somos por medio de la narración de nuestra historia. Señala la escritora y ensayista belga Émilie Frèche: «La autoficción es una forma moderna de narciso literario, un espejo en el que el autor intenta comprenderse a sí mismo.»
Este género revela que la frontera entre el yo y el otro es siempre permeable y cambiante. El escritor intenta comprender el porqué de su vida, de sus recuerdos, de sus decisiones, y en ese intento autorreflexiona, mientras crea un relato que, muchas veces, se acerca más a la verdad exaltada que a la verosimilitud y a la virtud literaria.
La autoficción establece una mirada de la memoria como un proceso activo y subjetivo. La escritora francesa Marie Darrieussecq afirma: «La memoria no es un archivo, sino una construcción, y en la autoficción el relato se convierte en una forma de reconstrucción de ese archivo personal, muchas veces distorsionado por el paso del tiempo.» Así, la autoficción dialoga con la subjetividad del narrador, con su percepción de los hechos y con su propia construcción del pasado. El pasado no es lo que era, sino lo que recordamos de él.
La narrativa del yo y la ficción: ¿verdad o mentira?

Uno de los aspectos más discutibles e interesantes de la autoficción es su carácter enigmático respecto a la verdad. La pregunta de si lo que se narra es real o una invención creativa —o ambas cosas— coteja cada obra. Ya decía Truman Capote: «La ficción es un acto de libertad. La verdad también, pero en otra medida.»
Ciertos autores, como Peter Handke, exploraron las fronteras de la subjetividad y la supuesta objetividad, arguyendo que toda narración lleva en sí un elemento de ficción: «Contar una historia es construir una realidad, aunque esa realidad sea pura ficción.»
El propio Emmanuel Carrère declara: «No creo en la verdad absoluta. Solo creo en la sinceridad del relato, en la honestidad del narrador ante su propia historia.» Desde este aspecto, la autoficción se convierte en un acto de sinceridad en el tiempo y el espacio de la escritura más que en una búsqueda de hechos verificables; es una zambullida dentro de la interioridad, una exhibición de las inseguridades, los secretos y las contradicciones del ser.

La autoría, el deseo y la vulnerabilidad
La autoficción puede transformarse en un acto de vulnerabilidad en el que el escritor, en la medida en que se quita la máscara, se abre a la compresión del otro y a la crítica. La escritura autoficcional nos propone pensar que no hay una verdad concluyente, sino variadas adaptaciones del mismo hecho, que manifiestan ánimos, perspectivas y deseos diversos.
En palabras de Margaret Atwood: «La autoficción nos permite desmoronar la máscara del narrador y mirar con honestidad la fragilidad y la complejidad de nuestro propio ser.» Es una autobiografía que no solo relata hechos, sino que explora las emociones, las dudas, los miedos y los anhelos que conformaron la vida del autor.
El deseo de la autoexploración pacta con la necesidad de crear un lazo con el lector, de compartir esa búsqueda existencial. La flaqueza que implica abrirse de tal manera, también puede ser un acto de resistencia ante las presiones de la sociedad o las máscaras que la cultura atribuye a los individuos, en la realidad de un hoy que se nos vuelve hostil y denigrante.
denigrante.

La autoficción en la literatura contemporánea
En los últimos años, la autoficción se ha afianzado en la escena literaria mundial, con obras que desafían las convenciones y ofrecen nuevos escenarios para entender la relación entre autor, narrador y personaje. La obra de Karl Ove Knausgård, por ejemplo, en su serie Min Kamp (Mi lucha), muestra cómo una vida habitual puede convertirse en una obra literaria colosal que discute la objetividad y la ficción, en una especie de diario desarrollado que refleja las nimiedades y los aires insondables de su existencia.
Svetlana Alexievich, en sus crónicas de voces establece una representación colectiva de la historia, basada en testimonios reales, en un formato que se asemeja a una autoficción de la memoria y del testimonio personal y colectivo, y crea un registro de época.
En la narrativa latinoamericana, autores como Roberto Bolaño desdoblan su obra con un estilo que combina la autoficción con simbolismos propios de la cultura popular, una escritura que es autorreferencial y que pone en discusión el concepto de realidad en tejidos sociales violentos, en la historia y en la memoria.

La autoficción y su impacto social
La autoficción pone en el tapete las verdades oficiales, las historias públicas de un país y del mundo, y crea un área de diálogo entre la experiencia individual y la historia colectiva. Cuando el autor relata su historia, ilumina el hecho concreto de que las verdades son relativas y que la historia puede fundarse desde múltiples miradas, por lo que la subjetividad constituye siempre un acto político.
John D’Agata, en su ensayo The Lost Origins of the Essay, señala: «El autoficticismo revela la fragilidad de cualquier narrativa oficial, ofreciendo una visión más auténtica y empática de la realidad.»
La autoficción puede transformarse en un acto de resistencia y de construcción de nuevas formas de comprender el mundo.

Conclusión: autoficción, espejo y futuro de la literatura
La autoficción es un espejo en el que el autor se revela en un acto de valentía que rompe las barreras entre el yo y el mundo. Nos invita a cuestionar la verdad y a aceptar la complejidad humana, en donde la memoria, la percepción y el anhelo se entrelazan en un texto que, aunque personal, refleja inquietudes universales.
Javier Marías, uno de los grandes autores contemporáneos resume: «Escribir sobre uno mismo es, quizás, un acto de amor y de odio a la vez, una forma de entender la propia fragilidad mientras la exponemos al juicio del lector.»
La literatura autoficcional se despliega, pese a sus detractores, y se convierte en un instrumento poderoso para mostrar la subjetividad, indagar la identidad y retar a las narrativas oficiales. Es una forma de contar la vida desde la honestidad, siendo solo la honestidad posible para ese autor y ese tiempo, la innovación y la voluntad de transmutar la experiencia personal en un acto creativo. Para que la autoficción se convierta en literatura, se necesita un recorrido trabajoso, porque hay un largo camino, sinuoso, comprometido a veces, pero con la seducción suficiente como para querer transitarlo. El tiempo, con su inexorable hacer, nos mostrará hacia donde nos lleva.

La cultura de la razón y la mediación

Decidimos entonces tener una certeza: después de esto, el mundo no será igual.

En tiempos de pandemia todo se asemeja. Las semanas pasan volando y con ellas vuelan las certidumbres arraigadas. El virus reaparece en los lugares del mundo que creían haberlo superado. Los virus no pasan, esa es la cuestión.

Decidimos entonces tener una certeza: después de esto, el mundo no será igual. Pero ese futuro va a depender de las acciones del presente. No hay dioses que decidan por nosotros, como vemos, nada está escrito.

Y aquellos que creemos en la ciencia, vemos que es a partir del conocimiento y de la acción, que podremos modificar las cuestiones actuales para acercarnos a un futuro deseado. Pero claro, nada es para siempre.

Polanyi dice que en los últimos 50 años pasamos ‘De la gran transformación a la gran financierización’, pero olvida que hay también un pasaje de la modernidad de los grandes relatos a una posmodernidad que fluye, que deja atrás lo sólido, los mandatos de las grandes instituciones, donde el sujeto no es colectivo sino individual, esa “modernidad líquida” como la define Bauman, una corriente cultural que resalta al individuo, su subjetividad y su libertad emancipada de lo grupal.

Es fácil demonizar como neoliberal esa cuestión cultural individualista que poseemos, pero también es dejar de hacernos cargo de la desigualdad e indiferencia; la obsolescencia, la diferenciación y el narcisismo.

Tenemos que cuidarnos de los relatos ajenos, que afectan el sentido común. ¿Por qué estaría mal el mérito, la aspiración, el sacrificio y el deseo de un “país normal”?, tal vez el error es creer que eso puede lograrse sin lo comunitario. Y ahí caen todas las corrientes ideológicas. Ese híper, está hoy presente en ambos lados de una grieta que solo conviene a pocos.

El mérito propio y la solidaridad no son enemigos. Los valores morales no son sólo signos ególatras. A través de los valores, uno puede entrar a relacionar con la comunidad, sin caer en discursos vacíos que alejan la posibilidad de unión a través de la cultura. Los símbolos sociales y culturales son necesarios, pero deben ser verdaderos, para que no fragmenten el tejido social.

En el mundo de hoy hablamos todo el tiempo de consumo, pero no hablamos de qué consumimos. Y eso atraviesa la cultura y su problematización en todo el abanico ideológico. ¿Qué consumimos aquellos que decimos ser de una izquierda social, y los liberales? Sincerar los discursos en esta liquidez social que el virus desvanece, es menester. Los estatismos demostraron no poder resolver el golpe del coronavirus, tampoco el extremo individualismo. Ahora ambos, están amenazados y a su vez amenazan con necesitar de aquello mismo que anteriormente cuestionaban.

La política es razón y mediación. El individuo es productor de sí y es guardián de la acción pública, porque el estado somos todos. No es un resguardo creado por un lado de la grieta. Las políticas de estado son las que nos están faltando. Y no se consiguen con soberbia o con divisiones, se logran con consenso, con madurez, con todo el arco ideológico político trabajando en forma mancomunada.

Uno de los temas más debatidos respecto de los efectos de la pandemia se vincula con la conciencia de finitud, de la muerte, de la fragilidad que portamos. La decisión para tomar es si nos encerramos, en un concepto nacionalista obsoleto o si volvemos a encontrarnos como especie humana diversa y enriquecida por múltiples miradas.

La crisis del coronavirus trastoca el tiempo, pero también la reconfiguración del espacio. La pandemia, cualquier pandemia, es una experiencia muy territorial, pero debemos pensar que respuesta damos a esto como sociedad. Nos lavamos las manos o nos hacemos cargo. Somos seres finitos.
Hoy formamos parte de una sociedad en transición -en el sentido de Gramsci- donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo tarda en nacer.

En esta transición de la subjetividad individualista, ha decrecido la importancia de la apariencia, se diluye la inmediatez. Los tiempos van cambiando. Aparece como necesaria la paciencia para soportar la cuarentena, pero, tal vez, se requiera de una paciencia activa, porque considerar que solo guardándose se puede esperar, aguantar y llegar a la normalidad, puede ser exasperante.

Se requiere un sentido para afrontar los miedos cotidianos, la desaparición de las rutinas, el subsistir, aprender algo y ayudar, pero no todos pueden. Y entonces ese discurso pseudo social se desarma porque lo colectivo no alcanza, no llega a todos. Por eso digo que el estado no es un ente ajeno. Somos nosotros, aquellos individuos aspiracionales y tildados de muchas maneras los que con impuestos sostenemos el aparato estado para que dé respuestas en situaciones como ésta. ¿Las da en forma adecuada? ¿Hay justicia en las acciones del estado?

Siento que se va produciendo un quiebre con el sentido común anterior y en la cultura. La pandemia y el aislamiento forzado y protocolizado ha agudizado tendencias que ya estaban presentes antes de la aparición del Covid-19. La cuestión es que las respuestas dependerán de la reserva moral de nuestra sociedad, tal vez estemos ante una transición no solo de la subjetividad del modelo cultural, sino también con un cambio donde lo comunal adquiera un nuevo sentido que no desprecie el mérito, o lo individual, sino que a partir del mutuo apoyo y del esfuerzo personal construyamos sociedades más justas.

Hay una lucha cultural y política que deberemos llevar adelante en la pospandemia si queremos volver mejores. Y creo que debe redefinirse el rol del Estado. Comprender que Estado no es gobierno, que Estado es políticas a futuro, reservas a futuro, proyectos y crecimiento, de lo contrario, se transforma en un elemento de uso y abuso de los gobiernos de turno.

Como sociedad debemos mirarnos sin tapujos, y reconocer que las políticas todas, de cualquier abanico ideológico, desde la izquierda al mal llamado neoliberalismo, solo acrecentaron la desigualdad en los últimos cuarenta años. La corrupción y el desfalco a lo público fue moneda corriente, pero no llegan al poder agentes externos sino actores sociales, que forman parte de una moral colectiva que se viene deformando abarcada en discursos colectivistas pero vacíos que abusan de la ignorancia de gran parte de nuestra sociedad.

Ya no es cuestión de partidos, es de actitud. ¿Vamos a ser justos y fraternos? ¿O vamos a caer en la terrible inequidad de la sociedad actual donde es lo mismo ser ladrón que honesto, trabajador que vago, como un cambalache posmoderno y sin moral?

Esa nueva conciencia es necesaria, para que la solidaridad no sea una fake news. Más allá de la pandemia y de sus secuelas de miedo y cuarentena, los ciudadanos de a pie tienen la oportunidad de darse cuenta de que son más que los políticos y los gobiernos, que pueden transformarse en una fuerza social e imponer su voluntad al mundo que viene.

Nuevas rutas pueden abrirse, porque estos escenarios complejos y con nuevas incertidumbres, tan evidentes en la pandemia, no desaparecerán cuando esta concluya, forman parte ahora del mundo actual, pero no serán rutas que pasen solo por el Estado, el compromiso individual es decisivo para crear una sociedad donde la cuota de subjetividad sea la necesaria, sin ampulosas definiciones de izquierda ni de derecha, sino orientada a la búsqueda de un bien común, donde se utilicen los mejores recursos y los más sustentables, porque la desigualdad que va a dejar la cuarentena, es mucho más terrible que la pandemia, y nos va a sumir en un proceso de pobreza difícil de remontar.

Y no lo va a remontar un Estado omnipresente, por el contrario, el estado solo debe definir políticas a futuro, con eficacia y disminuyendo su estructura elefantiásica para poder crecer como sociedad, lo va a remontar una ciudadanía comprometida. Argentina debe cambiar su mirada, apoyar la creación de empleo genuino, el fortalecimiento de las industrias, el crecimiento de la producción, la generación de riqueza debe ser aplaudida, porque crea empleos, condiciones dignas, debemos volver a la cultura del trabajo, a la de los que forjaron este país. Sin temor de decirlo. El esfuerzo no es lo mismo que el asistencialismo. Llena el alma, crea conciencia, sentido y valor.

Un país que castiga el crecimiento está condenado al fracaso. Pero los argentinos no somos así. Debemos abrazarnos y ayudarnos a crecer, de pie, como hermanos, unidos por un fin de grandeza para nuestros hijos, que son los de todos y cada uno de los ciudadanos. El cambio es cultural, y es posible.

(*) Escritora/Gestora Cultural
Miembro de AAGeCu