Domingo de Pascua, comemos con nuestros hijos. La vida parece normal, y todo está bien hasta que la perra se lleva el vacío de la parrilla y toda armonía se desarma como si estuviera quebrada de antemano. M. decide comer la carne mordida por el perro igual, la limpia un poco y la vuelve al asador. Yo lo odio, aparte de morir de asco. Pero¿quién tiene la razón?, ¿acaso no es carísima la pieza salvada de las garras caninas?
¿Mi actitud de repudio y cara de odio durante el almuerzo que preparé con tanto amor hubiera sido la misma si en lugar de un amor de 30 años comiendo carne sucia, lo hiciera el actor de Vikings, al que le celebré hacer cosas mucho más asquerosas?
Por supuesto que me llovieron críticas, M. se fue enojado porque es hombre, y como tal, tiene la misma auto-crítica que un microbio. Pero yo estoy acá, tras angustia, de la real y la oral, un par de decisiones y de vueltas atrás, varias masitas dulces y un ataque furioso al animal que siguió su instinto, buscando respuestas.
Pascuas, un vacío asado, vaya ironía, y una lucha de poder sexista en plena cuarentena. Mejor paso de largo la noche y me pongo a ver una serie boba para no pensar. En una de esas, si pienso, descubro que tengo razón y tenga que actuar. La ceguera, always, te hace más feliz. Dios me perdone.