En lo único que creo es en el accidente, nos susurra el poema
de Beatriz Vignoli anunciando lo que leeremos luego.
Los cinco cuentos de Mariana Travacio hacen honor al poema inicial, porque
nos obliga a presenciar derrumbes inevitables, historias que se desarrollan
vertiginosas pero calmas página tras página de buena prosa, de mejor estilo y
de una inconfundible personalidad. Cada historia parece insuperable, hasta que
comenzamos leyendo la que sigue, como me ocurrió con Montes, esa historia que
asfixia y libera, identifica y aterroriza: «Me levanto odiándolo en mi
soledad y odiándome por invocarlo. Bien podrías, Montes, no aparecer más;
podrías irte al mismísimo infierno y no volver. Eso deberías hacer, y dejarme,
ya, lejos de tu recuerdo, lejos de nosotros, de nosotros desdibujándonos, año
tras año, deshilachándonos, indefectiblemente, derrumbándonos, en cámara lenta,
indetenibles. Pero acá estoy, entre estas paredes arruinadas, deseando, con la
misma fuerza, que vuelvas y que ya no vuelvas más».
Mariana Travacio es una escritora que descubro apasionada, una que nos deja
ver las trasversalidades, crea una cartografía en la que las personas y los
objetos con historia narran por igual, así transitamos por sillas ajadas,
ventanas inexistentes, carteras de madres, recuerdos, identidades, silencios,
historias de una niña interior «de cuando mis padres todavía me
miraban como si yo fuera alguna clase de promesa», y de golpe la
existencia arrebata el ensueño medido de la autora, como si el leviatán la
sacara de la historia, sacara a sus personajes y los obligara a un naufragio «en
aguas que no ocultan nada, nada que adivinar, nada que inventar: todo a la
vista, y ese todo es tan poca cosa»
Hay un juego de superposiciones en sus relatos, como si al final fuéramos lo
mismo, todos. Los lectores, los personajes, los objetos, tal vez seamos esos ríos
que nos cuenta, ríos que no desembocan y se tragan las desilusiones, encerrados
en el lago consciente que nos obligamos a construir.
Nos cuenta vidas, vidas nimias, de esas que se quedan ahí, como el vestido
de novia de Elena «Cuelgo el vestido, lo dejo chorrear: que se seque, que
me muestre la blancura que supo tener: Mostrame tu blancura, le digo, mientras
mis brazos lo cuelgan y él chorrea, solito, su pena amarillenta de foto
antigua. Dale, le digo, relucí tu promesa nívea, tu futuro. Y él no me dice
nada, apenas cuelga, del barral, y me chorrea su llanto de agua, que ahora
gotea, monótono, sobre las baldosas, mientras voy a buscar un pincel».
Claro que Mariana Travacio sabe lo que narra, sabe cómo y nos deja
extasiados en sus historias, como llevados por las narices con cada cuento,
ayudando a encontrar escapes posibles, apuntalando a estas mujeres travacianas
que tiene que enfrentarse a la realidad imperfecta de sus vidas y dejar atrás
esa «ilusión de que no existe abismo: de que no existe la distancia
que los separa del otro. A algunos les pasa. Y eso alienta».
La literatura de Mariana Travacio es cuidada pero deja espacio para que
respire, para que experimente, no sucede prolija y nada más, entonces nos baña
con sus seres agotados en la desdicha y el sinsentido, para que los
contemplemos sin tocarlos, como voyeurs de la belleza realista que nos
presenta. Nos invita a «esa falsa amabilidad de los que empiezan por
ofrecer ayuda solo para después arrogarse el derecho a indagar, hasta
cerciorarse de que las desdichas se orientan exclusivamente a la patria de los
desdichados y que ellos viven en otra parte, muy lejos, a resguardo de todos
los horrores, al amparo de alguna deidad que los socorre infalible y los salva
de esa negrura solo destinada a los pobres desgraciados que no supieron prender
una vela a tiempo, ni rezar, ni salvarse, como si la desdicha fuera un azar
destinado siempre al otro».
Es una autora inolvidable, a lo Marguerite Duras, de las que se te pegan
para siempre.
Muy recomendable.
